Noto su urgencia con una sola mirada.
No es sólo el apuro con el que baja; todos corren al escuchar el ruido. Es algo más. Un cierto pánico en los ojos. Un grito mudo suplicando piedad al verdugo.
Y resignación. La horrible certidumbre de la futilidad de todo esfuerzo, junto con la inexplicable necesidad de intentarlo a pesar de ello. Simplemente porque no puede dejar de hacerlo.
No busco más. Ya lo encontré. Y su rapidez va a decidirlo todo.
No sé cómo los elijo. Tal vez ellos me eligen. Este día, este lugar, este instante.
Lo veo saltar escalones y sufrir, impotente, detrás de dos viejitas que nunca terminan de bajar la escalera.
Sólo por diversión, chiflo. Mira hacia donde yo estoy. Una mueca de angustia le transforma el rostro. Logra por fin esquivar a las dos viejitas y se lanza hacia adelante. Una nueva luz le ilumina los ojos. Piensa que va a llegar.
Lo dejo acercarse hasta un par de metros. Entonces le sonrío. Y él contesta mi sonrisa. Cree que lo estoy esperando.
Es el momento justo: sueno el silbato, giro la llave y cierro las puertas delante de su cara. El subte arranca, dejándolo furioso y amargado, ahí en el andén.
Una vez más soy el dueño del mundo. Por lo menos hasta la siguiente estación.
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