Para Ennio Morricone
Primero fue un murmullo, como de ropa tendida al viento cuando el sol está alto. En el bar los vasos quedaron a medio whisky sobre las mesas, las pistolas atascadas por la humedad imprevista. Él tenía dedos blancos y sin polvo; su cabello era más negro que el de los salvajes. Los ojos velados por el ala del sombrero, la nariz alzada entre las nieblas del rostro. Llevaba un traje oscuro, al cuello un lazo de seda y al cinto revólveres incrustados de nácar. Un cigarro delgado dormía en las comisuras brillantes de la boquilla. Su mirada de duelo barrió la muchedumbre —más tarde alguien afirmó haber sentido frío—; cuando los dientes se alinearon en una abrupta sonrisa el viento trajo ecos de armónicas y cascos lejanos. Echó a andar arrastrando los tacones, sin mirar a los lados, haciendo tintinear las magníficas espuelas. El pueblo, que días atrás había oído crujir su nuca bajo el lazo corredizo, le regaló sus ojos hasta que fue una astilla negra en el horizonte. Dejó un olor a tinta recién impresa, su quietud arrogante y la suave letanía, que permaneció de forma inexplicable en las baladas locales. Muchos dijeron que nunca había estado, otros huyeron del pueblo, las armas se negaron a disparar durante dos días enteros. Luego todo volvió a dormirse sobre la arena roja, el suceso recorrió la comarca como un bandido inconforme.
Clavado al poste frente a la casa del sheriff, un cartel anunciaba la extraordinaria recompensa por la captura de alguien cuyo rostro había desaparecido de la hoja sin dejar huella. El papel, deshecho en pequeños jirones, se perdía en el viento mientras éste azotaba indiferente la vasta soledad del crepúsculo.
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