miércoles, 22 de octubre de 2008

La rueda - Ángel Arango


Esclavizados por la forma del pájaro, los hombres de la Tierra se atrasaron y no agotaron todas las posibilidades de la rueda. Es cierto que frecuentemente aparecen en sus libros menciones de naves interplanetarias extra terrícolas del tipo oval o discoidal, acompañadas de descripciones más o menos precisas. Pero ahí está la prueba de su escasa imaginación y de la rigidez de su pensamiento: a pesar de todo siguieron construyendo naves ornitoformes,  bien con las alas extendidas, o con las alas plegadas completamente —como los cohetes—, o con pequeñas aletas posteriores.
Su pensamiento sometido siempre al fetichismo de las formas orgánicas y su escasa capacidad de abstracción —no obstante las discusiones que sostuvieron sobre el arte abstracto— les impidieron acercar proporcionalmente los puntos del planeta cuando ya era posible, en cambio, llegar a la Luna en unas horas.
Un viaje a Venus o a Marte devolvía un caudal mayor en experiencia por el tiempo invertido que un periplo sin salir de la atmósfera terrestre.
A este respecto, es lastimoso que los terrícolas no hayan sabido aprovechar debidamente el símbolo que fue depositado en la antigua Mesopotamia  por los viejos marcianos. Apenas pudieron hallar en la rueda un medio para moverse sobre superficies sólidas o para impulsarse sobre el mar. La poca importancia que le concedieron la refleja el hecho de que no fuera uno de sus símbolos religiosos destacados. En lugar de ella escogieron, por ejemplo, la cruz, que no tiene ninguna aplicación práctica o científica importante y que sólo es una expresión de inmovilidad, un concepto estático.   
¡Qué natural hubiese sido comprender las posibilidades aeronáuticas de la rueda como resultado de toda la especulación provocada por la presencia de platillos voladores! Esto comprueba una vez más que los hombres de la Tierra se desarrollaron tomando recursos y conocimientos que les fueron prestados por razas extraterrenas y que cuando debieron de hacer algo por sí mismos se perdieron en discusiones estériles.
Un cubo habitable inscrito en una esfera situada en el centro de un plato de plástico prensado. Y aprovechar la fuerza de rotación como motor.  Nada más era necesario.
En las peores circunstancias, los platos habrían planeado su regreso a la superficie y hubieran saltado alegremente como aros antes de detenerse en alguna parte, evitando los catastróficos desastres  de la aviación y la cohetería del siglo XX.
Lo más sorprendente es que precisamente uno de los juegos favoritos de los terrícolas en su niñez lo constituía el lanzar discos de madera o aluminio a largas distancias, con un corto impulso. Fácil hubiera sido adivinar su mayor superficie de sustentación en la atmósfera terrestre en comparación con un cohete, que no es más que un gran tronco o un tótem. Un tótem fue para los terrícolas aquella forma del pájaro con las alas plegadas, especie de vampiro colgando de sus inteligencias.

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