Quedó frente a frente con el monstruo.
—Vine a comer —dijo el recién llegado.
—En eso estoy, míster —le dijo, tragando saliva.
—Ábrame paso.
Le dejó un lugar cercano a él a la mesa. El resto de la gente del restorán había ido en dirección a Villadiego.
—No le quedó mucho, para serle franco. Hace un segundo no sabe lo que era esto. ¿Qué le hubiera apetecido? Podría ver si quedó algo de sopa.
—Francamente, no tengo nada pensado. Puedo comer cualquier cosa —dijo mirándolo con ludibrio, el que cuando llega a comer no hay tutía.
—Puedo ofrecerle algunos snacks —dijo rebuscando en su mente algún alimento adecuado para el monstruo. Pero éste contestó:
—¿Me va a arreglar con papas fritas, maníes, esas cosas?
—Me toma usted por sorpresa. Podríamos salir a cenar si no encuentro guiso. ¿Qué le parece?
—Mmm… ¿Le parece guiso, con esta calor?
—Este calor. No se dice más esta calor.
—¿Me está enseñando hablar castellano? —Para el final de la frase, la entonación era francamente audible como el trueno de un rayo a cien metros.
—Es un hábito, ¿vio? Los docentes tenemos eso. Cálmese, que aún podemos hacer una buena comida juntos. ¡Vamos a la heladera, acompáñeme!
Con recelo, lo acompañó. Sus experiencias en una cocina eran cualquier cosa, menos agradables. Habían intentado clavarle cuchillos, cortarle con hachas, incluso encerrarlo en las conservadoras. De todas había salido gracias a su fuerza descomunal.
—Pero antes, déjeme que ponga un poco de música. ¿Le gusta Bach? Creo que el dueño tiene las Suites para cello por Pierre Fournier. Le va a encantar. Es como si las cuerdas fueran de seda antigua, destilan profundidad, como cantadas por la garganta de un dios antiguo. Palabra. Usted busque en aquel anaquel, yo me quedo en este.
Ganas de salir corriendo no le faltaban, pero iba a ser inútil.
Entró en la cocina mientras el otro revolvía con todo el cuidado posible el exhibidor de discos. En la cocina había, efectivamente, unos cuantos cacharros llenos con comida de la buena. Pocas porciones de cerdo asado con adobo de perejil y ajo caramelizado, un par de pechugas de pato confitado, la pierna de un borrego breseada con buena cantidad de verduras, una olla con bisqué de langosta del Pacífico con ensalada de locos e hinojos, un par de dorados medianos a la parrilla y mucho helado: de coco, de mandarina y mango, de chocolate amargo, de limón con arándanos… probó de éste para tener un último sabor agradable en el gaznate.
El monstruo abrió con violencia la puerta que casi se cayó de los goznes.
—¿Dónde está el vino? —preguntó —Tengo apetito de vino.
En el salón sonaba Bach. La Suite en Sol Mayor.
—Allá tienen el depósito. Esta comida ¿la juntamos toda o seguimos las reglas de cortesía del conde ruso para comerla?
El monstruo dio una ojeada.
—Empecemos por el principio. El bisqué me puede.
Empezaron por el bisqué. No se puede saber si siguieron por orden alfabético o qué, pero lentamente fueron dando cuenta de todo. Él servía porciones proporcionales al tamaño e inversamente proporcionales a las ganas de salir corriendo. Pero al cuarto vaso de Malbec estaba más con ganas de abrazarlo al monstruo, si hubiera podido, que de huir.
No quedó ni helado de frambuesa y menta. Ni una porción de yogur para el curry, el pollo tandoori y las porciones de basmati descomunales que desaparecieron dentro de las fauces del monstruo como Jonás dentro de la ballena.
Se bebió los litros de vino, masticó las piernas de novillo, trituró las achuras de cordero, desmenuzó las heladeras de pescado friéndolos en un santiamén, digirió las langostas antes de llegar a los postres, rumió las escarolas, los purés, las salsas sin pausa, casi sin detenerse a pensar, como si el orden estuviera inscripto en alguna instrucción prenatal.
Mientras, el parroquiano decidió que era hora de pegar el también el camino a Villadiego. Había amanecido hacía rato, de hecho era el segundo día.
Pero al salir, estaba el dueño del mesón, hacha en mano y fusileros del Rey en ristre.
—¿Adónde vas, camarada, sin pagarme un puto peso?
—¿Te salvé el negocio de este ogro y me pagas con esa imbécil ironía?
—¿Y con qué armas me salvaste, seré curioso? —dijo el otro con escarnio en su tono.
—Lo alimenté para que no se alimentara conmigo. Obvio.
—¿Alimentaste? ¿Le diste de comer a esa bestia? ¿Qué carajo has hecho, imbécil? ¡A quién se le ocurre darle de comer al huérfano?
—Con más razón si lo es, ¡coño! No vas a dejar al ángel hambriento. Bendito sea quien me acoja en su casa…
No lo alcanzó a terminar. Al menos no con la cabeza en su lugar, porque el tabernero se la cercenó de un golpe de hacha.
El verdugo se dio vuelta ante los azorados fusileros que no acertaban a entender de dónde les venía el chorro súbito de sangre.
—El imbécil le dio de comer a Pantagruel. Ahora volverá el desgraciado.
Cuando entraron a la cocina, el monstruo se había ido habiéndose llevado consigo todas las morcillas, los quesos y una bolsa de papas.
Había dejado un cheque por una suculenta suma. El mesonero pagó con una pequeña parte de ella el funeral del infortunado parroquiano decapitado. Un entierro parco, se entiende.
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2 comentarios:
¡Muy bueno, como todos tus cuentos!
¡Gracias, Magdalena! Confieso que lo volví a leer y me dio apetito...
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