—¡Rayos y centellas! —gritó Michael Sandokan a bordo de la “Tetas
Ardientes” al ver que la nube mammatus le había escondido la visión en
el horizonte de la tsunami.
Era la ola más exagerada que hubiera visto –y había visto tantas– y
viajaba tan rápido que tuvo que pedirle a sus compañeros que se
esforzaran al máximo para virar hasta enfrentar de pura proa a esa pared
de veinte metros de altura (el doble de su mástil).
—Espero que no me falle el motor, maldito uranio empobrecido —gritó en
medio del viraje y sin saber por qué, al tiempo que veía que la mammatus
hacía su trabajo generando, en su evolución compleja, una enorme
proyección cónica.
—Me caigo y me levanto; si encima tengo que sortear el tornado me hago pis acá mismo.
La nave tomó la enorme ola de manera elegante, con agilidad y sin
sobresaltos. La navegó como un mar empinado y cruzó la abrupta cresta
encontrando que la siguiente ola estaba lejos como para presentar
demasiada caída en la cara trasera. Habría que pasar la próxima.
—¡Derecho avanti! ¡A toda máquina! —gritó sin necesidad. Sus compañeros
comprendían la situación perfectamente y, sin decir ni agua va,
prestaron toda la atención a la situación de los motores. La “Tetas
Ardientes” ronroneaba sin fatiga. Pero en la cobertura nubosa el tornado
era inminente. Por un golpe de fortuna, sin embargo, éste se dirigió a
babor del barquito y no lo afectó, es más, al poco rato, una vez
superada la segunda cresta del tsunami, llovieron buenos peces, la
mayoría de ellos con poca radiactividad, la suficiente como para
dejarlos libres de piojos. El problema era el faltante de uranio
empobrecido para la propulsión, claro.
Michael Sandokan llevo la nave hasta el puerto pero no entró en la
bahía. Los barcos robots tenían todo controlado y no dejaban traspasar
cierto límite, pero permitían el comercio. Hecho el pedido de uranio
empobrecido para sus turbinas, Sandokan miró a su alrededor. De la isla
quedaba poco: afloraba un par de centenares de metros el otrora
orgulloso volcán tantas veces retratado por el gran Hokusai. Lo demás
eran islotes artificiales. Entregó la carga de peces a cambio de su
combustible. Esta vez le salió barato, gracias al tornado. Contento con
el tráfico realizado, puso proa a la isla de California.
Cuando tuvo todo bajo control, dio las últimas instrucciones a sus
androides compañeros, cenó un pescado apenas macerado en un contenedor
de aceite, luego encendió un cigarro cubano, se sirvió un sake
fluorescente de medusa y entornó los ojos dirigiéndolos hacia el
infinito.
—Mientras tenga para hacer negocios, que me la manden todas como las de
esta tarde. ¡Sí señor! Puedo ser optimista esta temporada.
El Autor:
Héctor Ranea
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