lunes, 25 de noviembre de 2013

La nave surca el mar – Héctor Ranea


—¡Rayos y centellas! —gritó Michael Sandokan a bordo de la “Tetas Ardientes” al ver que la nube mammatus le había escondido la visión en el horizonte de la tsunami.
Era la ola más exagerada que hubiera visto –y había visto tantas– y viajaba tan rápido que tuvo que pedirle a sus compañeros que se esforzaran al máximo para virar hasta enfrentar de pura proa a esa pared de veinte metros de altura (el doble de su mástil).
—Espero que no me falle el motor, maldito uranio empobrecido —gritó en medio del viraje y sin saber por qué, al tiempo que veía que la mammatus hacía su trabajo generando, en su evolución compleja, una enorme proyección cónica.
—Me caigo y me levanto; si encima tengo que sortear el tornado me hago pis acá mismo.
La nave tomó la enorme ola de manera elegante, con agilidad y sin sobresaltos. La navegó como un mar empinado y cruzó la abrupta cresta encontrando que la siguiente ola estaba lejos como para presentar demasiada caída en la cara trasera. Habría que pasar la próxima.
—¡Derecho avanti! ¡A toda máquina! —gritó sin necesidad. Sus compañeros comprendían la situación perfectamente y, sin decir ni agua va, prestaron toda la atención a la situación de los motores. La “Tetas Ardientes” ronroneaba sin fatiga. Pero en la cobertura nubosa el tornado era inminente. Por un golpe de fortuna, sin embargo, éste se dirigió a babor del barquito y no lo afectó, es más, al poco rato, una vez superada la segunda cresta del tsunami, llovieron buenos peces, la mayoría de ellos con poca radiactividad, la suficiente como para dejarlos libres de piojos. El problema era el faltante de uranio empobrecido para la propulsión, claro.
Michael Sandokan llevo la nave hasta el puerto pero no entró en la bahía. Los barcos robots tenían todo controlado y no dejaban traspasar cierto límite, pero permitían el comercio. Hecho el pedido de uranio empobrecido para sus turbinas, Sandokan miró a su alrededor. De la isla quedaba poco: afloraba un par de centenares de metros el otrora orgulloso volcán tantas veces retratado por el gran Hokusai. Lo demás eran islotes artificiales. Entregó la carga de peces a cambio de su combustible. Esta vez le salió barato, gracias al tornado. Contento con el tráfico realizado, puso proa a la isla de California.
Cuando tuvo todo bajo control, dio las últimas instrucciones a sus androides compañeros, cenó un pescado apenas macerado en un contenedor de aceite, luego encendió un cigarro cubano, se sirvió un sake fluorescente de medusa y entornó los ojos dirigiéndolos hacia el infinito.
—Mientras tenga para hacer negocios, que me la manden todas como las de esta tarde. ¡Sí señor! Puedo ser optimista esta temporada.


El Autor: Héctor Ranea

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