Dulcinea, dañada, se ensueña entre las sábanas sucias.
Vendrá, se dice a sí misma. Pronto vendrá el caballero y abrirá la puerta de la limusina y me invitará a subir, dispuesto a arruinar su armadura de piel de camello extendiéndola sobre la bocacalle para que no se estropeen mis tacos de aguja en el charco que deja la lluvia en otoño. Y correrá la silla para que me siente a la mesa en algún coqueto restó a la luz de las velas y me llenará la copa de champagne y elogiará mi figura y la suavidad de la piel de mis manos, mientras saca una cajita del bolsillo del traje y, preguntando en voz baja si quiero casarme con él, la abrirá ante mis ojos y refulgirá el brillante tornasolado que corona el anillo de oro.
Después Dulcinea se levanta y camina hacia el baño rengueando. La despabila el espejo rajado y entrevé las marcas oscuras que dejó en su rostro ese otro, no tan caballero, antes de salir sin despedirse por la puerta torcida de este mísero cuarto de hotel, olvidándose incluso de dejar los billetes sobre la descuajeringada mesita de luz.
Acerca del autor:
Fernando Andrés Puga
1 comentario:
Ésta Dulcinea debe evitar fumar las plantas del jardín antes de cobrar.
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