De nuevo, era libre. Despaciosamente, separó cada una de las piezas. La primera, de forma ovoide y ubicada en el extremo superior izquierdo. La segunda, con una cuña pequeña, hizo un mínimo ruidito al desprenderse. La tercera, casi romboidal, estaba prácticamente suelta, en la zona media de su cabeza. La siguiente fue la del extremo inferior derecho, de aspecto sinuoso. Esta costó despegar, tal vez por su forma enredada. La del extremo inferior izquierdo casi salió despedida, ser redondeada fue lo que le dio el impulso. Y así sucesivamente, separó las piezas de su cuerpo y cabeza durante toda la noche. Cada compartimiento estanco cobró vida por si mismo. La soledad se estiró a sus anchas, sin preocuparse por aplastar a la empatía. El egoísmo creció hasta el infinito: la solidaridad se hallaba muy lejos, hablando con el estímulo. El orgullo planeó por sobre los sentimientos, que en realidad no se adaptaban a ser piezas desarticuladas de una personalidad fragmentada y compleja.
En la oscuridad, el yugo cede. Y se agigantan los monstruos que permanecen cautivos.
Tomado de: http://elhuecodetrasdelaspalabras.blogspot.com/
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