Para mí la vida nunca ha sido fácil. Mi padre abandonó la casa de mi infancia cuando yo tenía unos cuatro años y nunca más supe de él. Mamá decía que había sido un valiente soldado y que, cumpliendo su deber, murió en una de las tantas guerras del rey; pero yo estuve convencida, siempre, que mi padre fue un borrachín pendenciero que dejó a mi madre por alguna mujer más joven y acabó sus días en alguna pelea insignificante, en una taberna olvidada. Mamá, después, se dedicó a recibir hombres en una habitación sucia de nuestra casa, a cambio de algún pobre mendrugo con el que alimentar a sus ocho hijos. Me fui de esa casa a los doce años. En mi juventud fui violada varias veces y golpeada. Con razón me acusaron de ladrona y me encarcelaron. Me expulsaron de Bückeburg, Hameln y Lippstadt por ejercicio de la prostitución y de Detmold cuando el bürgermeister decidió deshacerse de los pordioseros. A los dieciocho años conocí a un campesino de la comarca de Warendorf, un buen hombre, con el que me casé, con la aprobación —y el derecho de pernada― del friedensrichter de Teige. No fueron buenos años. Vino la peste y debimos abandonar las tierras de cultivo de Weserbergland, cercanas al río Leine. Con mi hombre nos mudamos a los inmensos bosques de Teutoburger, pertenecientes al Señor de Münster, que murió sin dejar descendencia apenas dos años más tarde. En nuestra casa del bosque engendramos tres hijos que murieron sin haber superado, ninguno de ellos, los dos años. Luego murió mi esposo, en la profundidad del bosque, quizá atacado por lobos. De él sólo encontré algunos huesos y parte de su ropa de cuero. Desde entonces, hace ya tanto tiempo que he perdido la noción, he vivido sola aquí. Nunca he sido hermosa, pero el frío, la humedad y las inclemencias me quitaron los restos de belleza que pudieran haberme quedado. No recuerdo tiempos en los que cazadores y leñadores que se aventuran en el bosque no se burlasen de mi, azuzasen a sus perros en mi contra o tirasen piedras a la pobre casa. Varias veces los maldije, y me hice huraña a fuerza de intentar protegerme. Con el tiempo, me rodeó un aura siniestra y, de tanto en tanto, el viento trajo noticias acerca del miedo que yo infundía en los otros. He pasado mucha hambre, muchas veces. He perdido los dientes y casia diario me sangran las encías; estoy siempre fatigada y me he consumido hasta ser solo una sombra. El bosque siempre me proveyó leña para mantenerme caliente, aún en los peores inviernos; pero no siempre me dio comida. Le encanta torturarme llevándome al borde de la inanición y luego me entrega un conejo, un pato o una codorniz; para luego sumergirme otra vez en el dolor que me punza aquí en el estómago y obligarme a comer bayas y raíces. Rara vez me regala una pieza más grande (quizá un venado, un jabalí, una corzuela o hasta un lobo). En ocasiones me obligó a matar a uno de mis perros, pero nunca en los años que llevo bajo estos árboles me había dado dos presas a la vez: un macho y una hembra, jóvenes aunque de tamaño pequeño, algo huesudos. Llegaron hasta cerca de la casa, angustiados y llorando, con el temor casi palpable en sus miradas, sus ropas raídas, tomados de la mano y temblando. Les ofrecí refugio, descanso, y los emborraché con honiglikör, que aprendí a destilar con miel silvestre. Degollé primero al varón, porque resultaba más fácil mantener a la niña viva y con miedo ―ella era la más débil—. Al niño lo guisé con patatas silvestres y sirvió de alimento por varios días para mí, mis perros y para su hermana. Luego la maté a ella y la cociné en el viejo horno que mi esposo hiciera con rocas. Antes de esto, la niña suplicaba y llegó a amenazarme diciendo que su hermano había dejado un rastro de migas de pan, que vendrían por ellos y que traerían soldados. Pobrecita. El bosque y yo somos uno. El se encarga de protegerme y, aunque fuera cierto lo del rastro, éste desapareció tragado por los árboles.
La niña estaba sabrosa. El varón no tanto.
Ahora pasaré hambre durante un tiempo, pero el viejo bosque de Teutoburg, al final, me dará de comer otra vez.
Daniel Frini
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