Ella parecía mucho más joven que él. Y, sin embargo, ambos rondaban los sesenta. Pero, mientras que él se mostraba como un anciano decrépito y hastiado, su compañera era aún una mujer deseable, con su piel blanca y lisa, sus curvas perfectas y un brillo impecable en la mirada.
—Creo que tendremos que separarnos —le dijo. Sin rencor. Más bien, al contrario, con un tono de tristeza, como el de alguien a quien obligan las circunstancias, pero un profundo pesar se cierne sobre su alma al tener que tomar una decisión difícil.
—¡No lo dirás en serio! ¿De veras? ¿Ahora? ¿Por qué? Yo aún te amo, te respeto, nunca discuto contigo, ¿cómo vas a hacerme eso?
—Ahi estamos de acuerdo. Pero sabes que no es suficiente. Nunca ha sido suficiente. Me he convertido en invisible para ti. Ya no te conmuevo como antes, no eres consciente de cada amanecer que te doy, de cada puesta de sol, de la belleza de un arco iris, del canto de los pájaros, del olor a brisa marina. Incluso no vi que te emocionaras con el último eclipse. Me quieres, me respetas. Sí. Pero eso no es todo. Requiero entrega, cariño, dedicación. Y sobre todo miradas. Esas miradas de admiración que antes veía en tus ojos, cuando lo que te ofrezco te apasionaba y lo vivías como un niño.
—Pero cariño, uno se acostumbra a todo, y quizá lleves razón. No he sido muy explícito en manifestar esos sentimientos en los últimos años, porque estoy cansado, ya nada es igual. De mí se apoderaron la falta de entusiasmo y el abatimiento. Estoy a punto de jubilarme, no puedes pretender que me muestre contigo como un chiquillo.
—No, claro. Eso no. Pero tampoco puedo vivir contigo sintiéndome ignorada, poco valorada... Despreciada diría, incluso. Aunque sé que no es tu intención. Pero te lo he advertido muchas veces. La vida hay que vivirla con emoción, tratando de ver algo nuevo en las mismas cosas de cada día. Porque si no, nada merece la pena.
—Lo siento... lo siento. No volverá a ocurrir, te lo prometo.
—Eso lo he oído demasiadas veces. Y todo sigue igual. Y no puedo más. Soy vital, soy pura vitalidad, y definitivamente no puedo seguir más contigo, de esta manera.
Dicho esto, ella se levantó del sofá, echándole una última mirada, mezcla de amor, compasión y desengaño.
La vida —su vida— salió de la estancia y cerró la puerta tras de sí, como lo haría una esposa despechada, abatida y sin esperanzas.
Él murió al cerrar ella la puerta. Inmediatamente. Sus vecinos tardaron tres días en encontrarlo. Vivía solo, sin nadie que se ocupara de él.
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