Desde el pozo del ascensor maúlla el gato. No, no maúlla, llora mi gato. Ahora que por fin pude tener una mascota; ahora que en este último piso de la calle Hortiguera toco el cielo y desde arriba sobrevuelo las azoteas en compañía de un gato que se enamora de la luna, tuve la inoportuna idea de sacarlo a pasear, como si él lo necesitara, como si un gato que sabe vagar por los balcones, saltar por patios y terrazas, de pronto fuera un tonto perro que tiene que salir a andar por la plaza para gastar energía y hacer caca y pis. A un gato no le hace falta, soy yo que quiero lucirlo, que sepan que esos ojos, que ese andar silencioso, seductor, que ese cálido cuerpo ronroneante, vive conmigo, comparte conmigo los días y las noches; sobre todo las noches.
En brazos lo llevé. Bajamos la escalera. Al volver, cansado, opté por el ascensor. No pudo resistir el encierro. El chirriar de las cadenas lo erizó, se arqueó y saltó como flecha. Se estrelló contra la dura pared del entrepiso y quedó atrapado entre las puertas tijera del viejo Otis. Cayó al abismo destrozado.
Llora el gato y por las noches ya no salgo al balcón. Sólo quiero dormir para que vuelva y en sueños prosiga con la tarea de lamerme las heridas.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario