El viejo paseaba con la niña rubia en un bote. Mientras remaba, le contaba historias bastante extrañas a la nena. Le hablaba de reinos atrás de los espejos, de huevos parlantes, de conejos relojeros, de gatos evanescentes y otras cosas así. Mientras, la niña parecía languidecer tocando apenas la superficie del agua, levantando una levísima onda que viajaba con ella como una salpicadura intermitente y parecía no escucharlo. Yo los veía todos los días desde mi jardín, que bajaba hasta el canal y me divertía pensando que estaría contando cosas extraordinarias a la niña, porque lo conocía al viejo de sus clases de teología lógica en la Universidad. Y había sido también quien me enseñara a leer, no a leer las cosas para chiquilines, sino a entender los problemas que ahora abordaba como matemático.
El viejo y la niña viajaban todos los días cuando la hora mejor dibujaba los contornos de las hojas en los árboles y daba más brillo a las azucenas en verano, los junquillos en primavera, los árboles con frutas en otoño.
Pero una tarde de verano, casi cuando el Sol estaba por desaparecer, vi el bote navegando casi al garete y me alarmé. Salté al mío y fui hasta ahí, para encontrar al viejo tomando aire y sumergiéndose con afán en las aguas oscuras del canal.
La niña rubia, contó él después a la policía, viendo que los espejos no podían ser atravesados, pero notando que el agua del canal era un espejo, se arrojó luego de explicar al viejo que lo haría pero sin darle tiempo a reaccionar. En el cadáver que encontraron dos días después. Extrañamente, la niña sostenía un reloj de cadena que nadie en la ciudad reconoció como suyo. Alicia, se llamaba, creo, esa niña.
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