Se me quedó mirando con esa cara con la que las vacas miran a las cámaras fotográficas. Cara de vaca, diría un prosaico, pero, según mi parecer, miran con cara profunda de ángeles lácteos. En fin. Se quedó mirando mi cámara, le pasaba la lengua para saber su tenor de sodio y me pensó una frase que envió telepáticamente. O sea:
—Mañana me mato —me dijo en ese canal.
—¿Una vaca lechera? —le contesté sorprendido por el mismo canal.
—¿Tenés idea de lo que es tener dolor de tetas todos los santos días?
Me imaginé una situación homóloga en mí y se me frunció el upite. No sabía qué responderle, pero ensayé una frase de ocasión.
—¿No las ordeñan antes de que se les produzca esa tensión?
—Eso era antes. Ahora viene el papanatas del cyborg, palpa las más abultadas y las manda a la ordeñadora. No se gastan en las que andamos en el 80% de plenitud. Es una cuestión de racionalización. Me tienen harta con esos coeficientes del carajo.
Me levanté y la miré con ojos bovinos. No sabía cómo explicarle que yo era un cyborg.
Evidentemente, la vaca era un poco chicata. La denunciaría antes de que se suicidase. Otra vaca loca más en el historial nos haría bajar puntos en las calificadoras de riesgos vacunos.
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