Tras varios meses de cautiverio, Pacha estaba agotado. El doctor Karpetinsky había experimentado con su cuerpo de mil modos diferentes, extrayendo la salud extra, y procesando el producto obtenido para fabricar tónicos y grageas que se vendían muy bien entre los deportistas de todas las disciplinas. Unas gotas de Pacha Forte eran suficientes para que un oficinista sedentario de sesenta kilos fuera capaz de hacer canotaje en los rápidos del Alto Orinoco o talara un álamo con los dientes.
El infame científico había ganado más dinero del que puede imaginarse, pero eso no le parecía suficiente. Karpetinsky quería el premio Nóbel, soñaba con el premio, era parte de su vigilia y no lo abandonaba cuando apoyaba su cabeza en la almohada. Sin embargo, la perversidad no le producía ninguna ofuscación y su cerebro seguía elucubrando planes para extraer más y más salud adicional del organismo de Pacha. Mientras mantenía a su prisionero en una jaula blindada, a la que sólo entraba luego de narcotizarlo con Xilón 109, seguía experimentando con los humores que extraía, a la vez que saturaba la atmósfera del cubículo para estimular al organismo de su prisionero y hacerlo producir nuevas sustancias potenciadoras. Por esta vía, y cuando empezaba a suponer que había llegado al final del camino, descubrió un segundo componente en la sangre de Pacha.
—¡Con esto me aseguro el premio! —exclamó Karpetinsky frotándose las manos. Volvió a mirar el tubo a trasluz y lanzó una sonora carcajada—. ¡El suero de la inmortalidad!
Insaciable, Karpetinsky clavó la aguja una y otra vez en el cuerpo de su prisionero, extrayendo litros y litros de la preciosa sustancia. Estaba tan absorto en su tarea que tardó largos minutos en descubrir que Pacha estaba muerto, ya que le había extraído hasta la última gota de sangre y, por consiguiente, hasta la última gota de la maravillosa sustancia.
—Parece que se me fue la mano —dijo consternado el maldito científico, deprimido por haber matado a la gallina de los huevos de oro. Pero Pacha ya no le servía para nada, por lo que arrastró el cuerpo hasta un terreno baldío y allí lo dejó, a merced de los perros y las ratas.
Lo que Karpetinsky ignoraba era que Pacha, a raíz de los experimentos a los que había sido sometido, estaba más pasado en salud que nunca. Es cierto que su maravillosa máquina corporal tardaría varios días en reaccionar, pero el mecanismo destinado a recuperar la sangre extraída se puso en acción de inmediato. Pacha no sólo no estaba muerto sino que el estado de privación extrema lo había preparado para dar el siguiente salto evolutivo. Demoró un par de días en recuperarse por completo y durante el tiempo transcurrido elaboró su venganza.
Sobre el escritorio del doctor Karpetinsky apareció una misteriosa nota:
“Querido colega, omitiste un pequeño detalle, y lo que es peor, subestimaste mis conocimientos y mi capacidad. Yo también voy en busca del Nóbel”. Dr. Venganza.
Era una nota digna de una de esas pésimas películas de terror que tanto le gustaban a Karpetinsky, pero igual le corrió un escalofrío por todo el cuerpo. Se dirigió a gran velocidad hasta el baldío en el que había dejado el cuerpo de Pacha y al no encontrarlo se arrancó los cabellos con desesperación.
—¿Qué hice? ¿Adónde está el cuerpo de este desgraciado? ¡Yo sé que lo maté!
—Parece que no —dijo Pacha saliendo de atrás de un grueso roble, tras lo cual se abalanzó sobre el atribulado Karpetinsky y le clavó una hipodérmica de tanatanol en la carótida—. Ahora vamos a hacer algunos experimentos, doctor Karpetinsky, pero con mucho cuidado, porque yo no quiero que me ocurra lo mismo que le sucedió a usted.
Pacha trabajó durante dos años en el cuerpo del doctor. Para cuando terminó, Karpetinsky pesaba trece kilos, estaba arrugado como una ciruela pasa y tenía todas las enfermedades que se conocen, aunque Pacha las mantenía controladas en la frontera entre la vida y la muerte gracias al suero de la inmortalidad que obtenía de su propia sangre. La venganza estaba casi consumada. Pero faltaba un pequeño detalle: el bendito premio Nóbel. Pacha presentó su trabajo sobre el suero total y le fue concedido. Se encontró con el rey de Suecia para recibir el dinero y como no había estatuilla compró una en la estación de ferry de Estocolmo; Karpetinsky nunca había visto un Nobel.
—¿Ves esto, maldito? —dijo abanicando el trofeo ante la cara del malvado. Karpetinsky no podía hablar, pero parpadeó. Ahora pesaba apenas medio kilo y parecía a un escarabajo. Eso era exactamente lo que quería Pacha. Ya le había mostrado el supuesto premio y sólo faltaba ponerle la cereza al postre. Utilizó una llave maestra para entrar a la casa de Karpetinsky un día que la esposa del médico había salido de compras, y dejó el cuerpo a los pies de la cama. Cuando la mujer regresó a la casa y vio a aquel bicho repugnante no pudo resistir la impresión y el asco: lo mató a pisotones.
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