La cúpula de San Nicolás, decían los engañifas de la Ciudad Vieja, está sostenida por ángeles. Es más, agregaban esos mentirosos, de ángeles con senos cubiertos por telas transparentes, livianas como el aire y con las piernas abiertas con total desparpajo, mostrando el sexo a quien lo quisiera ver.
Y los peregrinos, tal vez cansados por el vino del camino, tal vez alucinados por la ascética travesía, pagaban con varias monedas de buen cobre para entrar y ver el prodigio que ni aún el más hereje se atrevía a vislumbrar.
Todo esto, sin embargo, era una burda estratagema para juntar milicias para el conde de Bastiaan, pues se los rociaba apenas entrados en el terreno sagrado con un poderoso ajenjo bendito que les hacía perder la memoria.
A cambio de esta singular leva, los monjes chapuceros recibían un cobre por cada diez incautos.
Los ángeles, en realidad, sólo mostraban su sexo una vez al año durante las celebraciones del nacimiento de los condes del lugar, constructores de la iglesia y firmes sostenedores de esa fe. La única fe de los eunucos.
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