Otoño 1
A ella le gusta el otoño; le gustan, de noche, sus calles corriendo por las pupilas, sus faroles encendidos, sus árboles perdidos en la sombra de un cielo en la cabeza, las tapias del pecho, sus semáforos en los brazos y sus luces derramándose sobre los senos amarillos y pálidos de pezones dulces, que no soportan la saliva del destierro de una cama que no sea la suya.
Le gusta, de hecho, el otoño, por sí mismo, para sí mismo. Le gusta que sea triste y sonámbulo en las nubes con un reflejo anaranjado gracias a la civilización electrizada. Y lo que más le gusta del otoño en la noche es la soledad.
Pero hay algo que no, que no, que le deja un sabor amargo de semen violentando una garganta vuelta de pronto inhóspita por el alarido.
Otoño (2)
Sí, le gusta caminar, respirando los orines de las puertas viejas de madera, los gatos raudos que huyen de repente adivinándola, escuchando algún acelerador que funde el ruido de los pocos grillos que se han perdido en el asfalto; caminar, siempre, sola.
La sombra surge de pronto, entre un cristal roto y un poste de teléfono, y rompe con el encanto de la soledad, de los gatos y de todo, le sonríe con ojos de complicidad, le exige, se carcajea y le promete "un momento inolvidable".
Otoño (3)
Es cierto que a veces, en esos otoños nocturnos que la caminan, algo le interrumpe en medio de un parque y una fuente, la intercepta, la fulmina, pero eso no importa demasiado, es parte del encanto, dos pasos más y ya está de nuevo instalada en esa observación de un cielo atravesado por la respiración suave de los guardianes,
Una voz ronca se introduce en su paladar, un olor de animal, macho en celo, la recorre debajo de la blusa y se burla de ella cuando la tira y le separa las rodillas, que instintivamente había apretado una contra la otra y siente como una saliva espesa y reseca se abre paso entre sus pliegues, más resecos aún por el miedo y la vergüenza.
Quizá en los atrios, en alguna vecindad, o en la azotea, se detiene para levantar alguna pluma olvidada, y la guarda, para sentirse, también ella, un poco ave, o simplemente nada, pero igual levanta las plumas perdidas y prueba el viento con ellas, cortando suave la corriente otoñal que en las noches es más fresca, más espesa, más obscura.
Otoño (4)
Y entonces allí, tirada sobre una banqueta, la cabeza contra un escalón siente frío y humedad sobre su rostro, quizá por el cemento bajo su mejilla, quizá porque sus ojos han empezado a adivinar que todas esas nubes están confabulando uno de los últimos aguaceros del año y el inicio de la tormenta la saluda a ella antes que a nadie; y en algún lugar entre las nubes, el cielo y su cuerpo, flotan esas criaturas etéreas, sabe que miran, y están llorando, mientras ella va sintiendo como aquel aliento forastero jadea sobre sí y rasguña sus caderas desnudas, y ella no se siente, o no se adivina bajo ese peso que la asfixia y la rompe, partiéndola en dos, tres, diez, cien trozos y dejándola en el suelo, con una mano estrujando un puñado de plumas grises y la otra encajada en la madera de una puerta vieja, más sola que antes porque ahora que ha terminado la voz desconocida se va, tambaleante, habiendo cumplido su promesa.
Sí, le gusta el otoño, caminar por él en las noches, pero ya no, jamás volverá a contar las pocas estrellas que se ven a las tres de la madrugada en medio de un boulevard. Es posible que nunca más levante la vista hacia el cielo, hacia aquello que es nada. Es posible que haya dejado de creer, que haya cedido al golpe del desencanto y la magia se haya terminado, se marchó con el viento húmedo.
Y aunque sigue persiguiendo nubes de tormenta sin saberlo, a veces, en la noche, despierta gritando, con una mano encajada en el hule espuma y otra mano estrujando un puñado de plumas suaves, recordando la promesa de un desconocido...
Y entonces, el Vuelo.
Nadie puede ver nada, nadie puede verla ahora, sin más deseo que la muerte, sin un intento de retorno, sin conciencia del dolor, llevando el olvido de los que ya no esperan nada en este mundo.
Pero sabe que hay otros, los ha adivinado siempre y justo entonces, cuando ella siente que sólo queda ese mismo vacío algo cambia, se ha roto y una brisa tibia viene a levantar ese algo, suavemente. Así, puede al fin palpar lo que siempre ha ido a su lado, sólo un poco más arriba pero allí.
“Es hora de viajar a los otros mundos”. La voz parece venir desde adentro, sin embargo sabe que está ahí y sonríe, la noche del último otoño se abre para dejarla ir, para que pueda volar, desplegando sus alas a la Luna...
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