martes, 24 de noviembre de 2009

Medium 6 - Leandro Javier Oyola


No entiendo qué pasó ese día. Lo único que faltaba era que apareciera dios en persona, nos saludara con la mano, nos besara en la frente, escuchara música con nosotros, nos convidara un porro y luego se volviera al cielo.

Se escuchaban los pajaritos que trinaban como si nunca fueran a morir y había un sol que extrañamente nos resultaba agradable. Un sol bueno y protector. Sonreímos y nos entendimos cuando hablábamos. Nos escuchamos. Hubo respeto y estuvimos en paz durante la mañana.
Escuchamos también algunas canciones que habíamos grabado durante la noche en la Tascam de cuatro canales del Oculto.

El Ruso estuvo callado toda la mañana. Recién dijo algo después de almorzar. No le gustó que Angus lo mandara a cambiar la cubierta del Torino del Rulo. Seguramente sintió que había quedado muy expuesto, que lo habíamos visto como un humano más, cagado de frío en la mitad de la noche cambiando una cubierta de un auto ajeno, casi desnudo, despojado de su guitarra Fender, despojado del humo y de las luces de colores de la escena en la que era poderoso cuando actuaba.

Sobre las tres de la tarde llegó Angus con un tipo extraño, medio gordo, desarreglado, con olor a alcohol de vino en caja y con barba de borrachín: nuestro manager, a quien ni siquiera mirábamos a los ojos, ni llamábamos por su nombre. Nos explicó con paciencia y dedicación, mientras hacíamos que no nos importaba lo que decía, que había posibilidades de tocar en Junín, en la provincia de Buenos Aires.

Nos dio lo mismo, y como nos dijo que nos llevaban, traían, nos alojaban en un hotel y también nos daban de comer gratis, aceptamos.

Que mierda nos importaba. Incluso capaz que conocíamos algunas chicas que se interesasen en nosotros. Acá, casi todas sabían que éramos algo peor que el infierno.

Éramos perros que hurgaban con sus hocicos en la basura, entes que vivían mecánicamente, porque no quedaba otra posibilidad. Éramos crueles, insensibles y maleducados. No teníamos principios, ni códigos, ni un lenguaje en común más que la música. Éramos sucios y muy pocas veces nos entendíamos cuando hablábamos.

Pero nos gustaba que ellas olieran bien, perfumadas, mentirosas, irracionalmente atractivas y perdidas por el deseo obsesivo de ser únicas. Sólo eso podía hacer que nos peguemos una ducha y que nos enjabonemos nuestros pelos enredados. Practicábamos un romanticismo sui generis, a nuestra carta. Por siempre les regalábamos los gatitos que encontrábamos en la calle. Nos habíamos dado cuenta de que a las chicas que nos frecuentaban les encantaban los gatitos. No gatitos dibujados al pastel en tarjetas de mala calidad, ni gatitos de peluche. Tenían que ser gatitos reales que meaban y cagaban y tomaban leche y comían anchoas de frasco o sardinas enlatadas medias podridas.

Era así, no sabemos por qué motivo ellas tenían debilidad por esos felinitos, pero la tenían. Podían ser ejemplares de cualquier color, blancos con pintitas, negros absolutos, marroncitos, pardos de ojitos color olivo o miel, o de cualquier forma imaginable, gorditos o flaquitos. Sólo debían cumplir con un requisito: ser reales.

No importaba, los gatitos eran un medio infalible para nuestros fines y nos eran muy útiles para obtener lo que más queríamos en este mundo al que habíamos sido arrojados sin nuestro consentimiento: Placer.

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