—Una "grupi" y un pase ya, una "grupi" ya —gritó el Ruso adentro del Torino del Rulo detenido en el medio de la ruta. Doce de la noche. No se ve nada. La oscuridad nos abraza. Ni un alma, ni una lechuza nos mira con el cuello dado vuelta desde algún poste viejo de alambrado. Lo intuyo. Me doy cuenta. Doce de la noche.
—Una “grupi” y un pase ya, una “grupi” ya— gritó el Ruso en el Torino del Rulo que además de deleitarnos con su lógica y sus obsesiones, también nos entretenía cuando nos invitaba a pasear en su automóvil y nos demostraba la utilidad de las cosas mecánicas.
Pero el Ruso así, con sus deseos sonoros, iba rompiendo toda la armonía de la noche helada y de nuestros pensamientos helados que ya habían perdido la paciencia. La luz azul de las estrellas se mezclaba con el poco calor que quedaba en el “Toro”. El frío no tardó en llegar cuando el Rulo decidió con toda razón apagar el motor.
—El que no se mueve se caga de frío— dijo, sacó la llave de la cerradura de arranque, abrió la puerta y se perdió en la oscuridad. No lo vimos por un rato. Luego, sólo escuchamos que decía...
—El baúl se abre sólo, que alguien haga algo, yo pongo el Toro, soy el capitalista, no van a creer que voy a ser tan boludo como para laburar a esta hora.
El Oculto, mientras tanto, se intentaba disimular contra la puerta izquierda de atrás y empañaba el vidrio a propósito, con su aliento, para poder hacer garabatos en el vidrio. Dibujó pijas y conchas y algunas gaviotas. Me di cuenta porque yo estaba a su lado, y me sorprendió que un tipo como él, que ostentaba cierto refinamiento, terminara dibujando contra un vidrio un apocalipsis del buen gusto.
—Una “grupi” ya y un pase, ¿acaso nadie escucha?— preguntó a todos el Ruso, como si fuera el capricho de un rey sin reino y sin vasallos, o un modo de escaparse nuevamente, una vez más y otra noche de todas las responsabilidades que la realidad le proponía a su vida.
Nadie le respondió, nadie le dijo que estábamos varados en la mitad de la ruta, en la mitad de la noche, en la mitad de todo lo que nos habíamos propuesto. En la mitad de todo lo que nunca habíamos hecho, ni íbamos a hacer.
Nadie respondió. Pero esa insistencia con las groupies, propia de un tarado al que no sabemos qué le pasaba por la cabeza, le valió que Angus, el mayor de todos nosotros, se diera vuelta y le dijera:
— Ruso, vos vas a cambiar la cubierta.
—¿Por qué yo?— preguntó el Ruso— ¿y mis dedos?
—Que tus dedos se vayan a la mierda esta noche —le dijo Angus de un modo terminante.
A la media hora, ya en marcha, mientras ya no se pedían groupies ni se pedirían jamás en el Torino del Rulo, seguimos merodeando. Afuera del carro, ahogados de oscuridad, se escuchaba el sonido de la fauna que, como nosotros, se dedicaba a investigar la noche.
Se escuchaba también el motor rugiente del Toro que avanzaba a ciento setenta kilómetros por hora manejado por el Rulo que se daba vuelta, nos hablaba, se reía y parecía feliz, tan feliz de estar con nosotros.
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