Ahí se lo ve. Es el Rulo bajando por la escalera que conduce al sótano, de la mano de su novia.
Ella va más atrás, es su protegida. La protege de nosotros, pero igual la trae a escuchar el ensayo. Yo jamás llevaría a mi novia a escuchar el ensayo de otro. Pero el Rulo lo hace igual. Es un suicida. Es admirador histórico de este circo. Se jacta ante otros de ser de la primera hora. Y como si lo nuestro fuera una sociedad justa el Rulo cree que si algún día hay una torta que repartir él va a ser uno de lo elegidos para recibir una porción; pero no sabe que nosotros, como una plaga de langostas, no seríamos capaces de dejar aunque sea una migaja podrida.
Él cree, y nosotros lo dejamos que crea.
De todos nosotros, es el único que estudió en un colegio industrial. Sabe de matemática y física.
Es obsesivo. Tanto, que se controlaba con un reloj con cronómetro marca Casio que parecía un berrugón negro en su muñeca todo lo que hacía: cinco minutos veintiocho segundos en el baño, veintiséis minutos comiendo, dieciséis horas cuarenta minutos durmiendo, media hora leyendo. Así, hasta llegar a un registro detallado de sus actividades.
Ahora ya no lo hace más porque se quiere ir a Europa y está juntando dinero, entonces abandonó el registro de actividades e hizo guita el berrugón negro. Pero esto no quedó ahí: consiguió, de algún lugar perdido de su casa, un reloj que su padre ya no usaba. Un Seiko plateado como un plato volador, pesado, con alarma a chicharra y cuerda inercial, en su momento última tecnología, hoy una antigüedad irreverente.
La verdad es que el reloj ese es una joyita y con lo de la cuerda inercial nos tuvo entretenidos como media hora y nos aisló con la sofisticación de las personas inteligentes de este aburrimiento letal de sótano.
Rulo habló sin parar. Por último dijo:
—Se da cuerda solo, por eso es inercial, cuando uno mueve la muñeca el reloj se va dando cuerda solo, como un corazón, ¿entienden?— y le sonrió ganador a su novia.
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