—¿Seremos hombres?— preguntó El Oculto.
Nadie contestó. ¿Para qué? ¿Qué sentido podía tener preguntarse eso una mañana cualquiera caminando por una calle desconocida de Junín Side? Ninguno. Ningún sentido tenía responder entonces.
Pero sin embargo pensé que me había convertido en un hombre el día que caminé por la calle como Quijote por los campos secos de La Mancha, el día que miré por primera vez fijo hacia todos lados y sentí que yo no era el mundo, ese día en el que mientras caminaba enderecé mi pecho y apunté a todo con mi corazón. Ese día fui hombre y lo seguía siendo hasta hoy, ese día en que sentí que el mundo no podría ser lo que yo quería, ese día en que pensé que sólo lograría equilibrar mis deseos con la realidad durante delgados momentos. Ese día fui hombre, seguí pensando para mí mientras caminábamos.
Mientras tanto, ya estábamos por llegar al muelle de lanchas imaginario y sin aguas de Junín Side. Las embarcaciones estaban todas envueltas en lona porque durante la semana nadie navegaba. Al lado estaba el lugar en donde íbamos a tocar. Un especie de cabaret para hippies chic que se aglomeraban en la noche y se sentían distintos lejos de los toros que tanta dignidad y fortuna le dieron a sus antepasados. Quizás algunos de los que nos escucharían en la noche llevaban apellidos de calle y sangre de indias robadas en sus genes.
Por suerte sobre el medio día ya se había nublado. Con los lentes para sol estaba mucho mejor, la oscuridad agravada nos hacía sentir más vivos. Así como hay gente que sólo quiere vivir en verano disfrutando de las arenas y de los mares azules nosotros, si hubiéramos podido, habríamos vivido siempre de noche, o en los fondos de los mares con los peces abisales que disfrutan de la oscuridad de la nada.
Sólo necesitábamos un sentido: el oído.
Ni el tacto, ni el olfato, ni el gusto, ni la vista nos resultaban necesarios si no era para estar con una mujer. Quizás eso era lo único que nos impedía eyectar de este mundo. Nosotros cuatro, o quizás todos los hombres de Junín Side, y quizás también todos los hombres del mundo de todos los tiempos se habían quedado en el planeta por una mujer en particular, heridos de muerte en su corazones y contaminados por un virus incurable.
Me senté en una mesa con Angus, El Oculto y El Ruso. Nuestro mánager se fue a hablar con una mesera que apenas lo vio lo ignoró como si se tratara de un espectro que sus ojos no registraban. Pedimos café y whisky y unas porciones de torta de frutilla.
Sabíamos que éramos langostas en gira.
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