Tanto para la ley como para las ciencias Psi, éramos adultos. Vivíamos de nosotros, ya no extrañábamos a mamá, ni intentábamos regalarle la caca al primero que pasara.
El Oculto era el único de nosotros que, con veinticinco años, aún mantenía en vigencia a sus Amigos Invisibles. Muchas veces, aunque sólo en su casa, parecía que estaba en una fiesta con cincuenta personas. Bellas modelos y estrellas de rock almorzaban con plato servido a su mesa, también escritores y hasta muertos dialogaban con él de filosofía, de literatura y de guerra.
En esa faena de invisibilidad, el Oculto se trataba habitualmente con Descartes, Heidegger y Kant. Lo pasaban muy bien juntos. A ellos les gustaba mucho la maconia que les convidaba nuestro compañero de grupo. Hubo épocas en las que era habitual que Descartes, Heidegger y Kant se la pasaran fumando en el living, mientras escuchaban Water Music, Woodoo Chile y otras joyitas.
Otras veces leían. Él sólo escuchaba y nosotros nos dábamos cuenta de que estaba presenciando una discusión importante cuando los ojos se le abrían demasiado y se quedaba con la cabeza dura mirando al ventilador del techo. Él se daba cuenta de que con esa tríada no tenía otra cosa que hacer: escuchar eternamente. Como si El Oculto fuera un Hamlet moderno y sin cortesanos., escuchábamos sus sombras y fantasmas y no nos preocupaba porque nosotros también las teníamos en abundancia.
—¿Acaso usted no?— preguntaba, como latiguillo, cada vez que alguien ajeno a nuestro círculo descubría nuestras delicadezas psicológicas.
Pero si bien en la esfera individual no se generaban inconvenientes con su numerosos amigos invisibles, el problema surgía cuando tocábamos con la banda en lo ensayos y en los recitales en vivo. En su virtualidad, el Oculto no sólo tocaba con nosotros, sino con cuatro o cinco músicos más. Por eso, muchas veces nosotros escuchábamos los temas de una manera y él de otra muy distinta.
Desde la arena se lo veía hablar solo durante el recital, mezclado entre las luces y el humo del concierto. Se le dibujaban sonrisas y gestos de todo tipo. También enunciaba puteadas al vacío. Por eso le decíamos así: el Oculto. Muchas veces me pregunté si era posible que él distinguiera entre los fantasmas amigables que ocupaban su vida social y nosotros, sus amigos reales. Dada la calidad y fama de sus amigos era indudable que sí.
Era inevitable que Descartes, Heidegger y Kant sobresalieran al lado del Ruso, de Angus y de mí. Pero a quién le importaba. A nadie. Esa distinción no tenía ningún sentido en nuestra forma de vivir. Forma en la que no había fronteras, ni muros entre lo que ocurría en nuestra mente y lo que parecía ser una realidad peligrosa de cosas y personas que venían hacia nosotros todo el tiempo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario