El
equipo de filmación subió la cuesta con mucho trabajo. El cámara, bufando
mientras intentaba encontrar algo de qué tomarse bajo el manto de hojas húmedas
que cubría el piso, mantenía los aparatos en equilibrio sobre su cabeza, para
evitar que los golpes lo dañaran; el productor, un hombre pequeño y amanerado,
gemía ante el esfuerzo y se apoyaba en cada uno de los árboles que bordeaban el
sendero angosto. La mujer, periodista en el noticiero de la tarde, llevaba sus
zapatos en la mano e insultaba con cuánta palabrota se le venía a la mente.
Vestida con una blusa blanca de dracón, y con falda y chaqueta, ambas de tafetán
color turquesa, estaba más preparada para trabajar en el piso del canal, que en
la oscura y pegajosa humedad del bosque.
La
anciana respondió con una sonrisa cuando los tres extraños la saludaron desde
el borde del claro, en la cima, donde
estaba la casita construída con pan de jengibre, pastel y azúcar morena.
Se
acercaron más cansados que cautelosos y la viejita los invitó a pasar. Se
sentaron en unos sillones viejos pero pulcros y tomaron, ávidos, el agua con la
que los invitó la anfitriona.
Por
dentro, la casa se veía espaciosa, cómoda y bien luminada. Los muebles eran
humildes, pero parecían recién pintados con colores vivos y hermosas escenas
campestres. Sobre la cocina a leña, una olla de fundición dejaba escapar un
delicioso aroma a comida casera.
La
anciana era diminuta de años, con su pelo blanco atado en un rodete, gestos
suaves y cuidados; y una risita de abuela buena que parecía grabada en su cara.
Estaba vestida con una camisa blanca, con los puños delicadamente abrochados;
una falda de color gris claro, y sobre ella un delantal blanco y rojo, de esos
con motivos de cocina, tan de moda hace más de medio siglo.
Luego,
la periodista se presentó y dijo cuál era el motivo de la visita. Los dos
hombres prepararon los equipos, y el productor acomodó el cabello de la
entrevistadora, que lo rechazó con un gesto brusco y sin querer cambiar su
expresión fastidiosa. Sin embargo, cuando el cámara comienzó a filmar y le hizo
una seña, el rostro de la mujer se transformó, se iluminó, mostró sus dientes
blancos y perfectos en una sonrisa plástica. Y ella comenzó a hablar, mirando a
cámara:
—Hola
estudios. Estamos en lo más profundo y oscuro del Schwarzwald, el Bosque Negro,
a unos cuarenta kilómetros al sudeste de Baiersbronn; donde hemos encontrado a
la Abuela Framke, quien gentilmente nos recibe en su casa del claro —giró la
cabeza hacia la anciana, sentada en una vieja silla de madera, la espalda
recta, ambas piernas juntas y las manos en las rodillas—. Señora Framke ¿es
usted la bruja mala del bosque?
Por
una fracción de segundo, la viejita pareció sorprendida, luego inclinó la
cabeza hacia atrás y dejó escapar una risa cristalina. Hizo un gesto con su
mano derecha, como espantando la idea. Divertida, comentó:
—¡No,
m’hijita! ¿Le parezco yo una bruja mala? No…El Señor me ha dado una larga y
tranquila vida; y soy muy feliz aquí, con mi casa y mis animalitos.
—De
seguro, estará enterada de las desapariciones de jóvenes en esta zona, que han
arreciado en los últimos años, pero que, según dicen, vienen produciéndose
desde tiempos inmemoriales…
—No
m’hija. No sé nada de eso.
—Pero
¿ha visto jóvenes en la zona?
—¡Constantemente!
No pasa semana sin que vea a un grupo. Dicen que practican…—la anciana piensa —¿trekking?
Creo que es eso. Usted debe saber m’hija. Yo no sé nada de estas cosas nuevas.
—¿Y
no ha visto nada raro, abuela?
—Claro
que sí. Hace unos días, nomás, pasó por aquí un joven de cabello largo y rojo
que estaba conociendo el bosque. Dijo que era de Escocia e iba vestido con una
falda. Un hombre con pollera. Qué cosa más rara.
—Sin
embargo, dicen que desaparecen jóvenes…
—Mire,
m’hija. El bosque es bueno. Hay que conocerlo, claro. Hay animales peligrosos,
pero son los menos. Algunas noches hace mucho frío, y si usted no es de aquí y
se pierde la puede pasar muy mal. Sin embargo, creo que muere, de manera
trágica, mucha más gente en la ciudad todos los días. No m’hija. El bosque es
bueno. No hay que tenerle miedo.
Cuando
la periodista iba a hacer una nueva pregunta, algo se movió, que llamó su
atención. Sin levantarse del sillón, miró por la ventana, y se horrorizó: En la
parte trasera de la casa y dentro de un corral, más parecido a un chiquero,
había dos jóvenes de unos dieciséis años, desnudos. Un varón y una mujercita,
atados a un poste con sendas largas cadenas, cada uno con un cuenco lleno de
maíz, en bandolera, alimentando unas veinte gallinas. Al él le faltaban un
brazo y una pierna y a ella, el antebrazo izquierdo, una pierna y media nalga.
—¡¿Qué…qué
es eso?!
—¿Qué
cosa? —dijo la abuela, mientras giraba la vista hacia donde estaba mirando le
entrevistadora —¡Ah, eso! No es nada. Usted sabe. Desde hace mucho tiempo, por
orden del Rey, no se puede matar más niños. Pero la proclama de Su
Majestad nada decía acerca de que no se pudiera ir comiéndolos de a poco —y
mirando a los tres integrantes del equipo de filmación, dijo—. ¡Oh!
Pobrecitos; había olvidado decirles que el agua que tomaron estaba envenenada.
¡No! No me interesa comerlos a ustedes tres. Están muy viejos. Si no se mueven,
el veneno demorará más en actuar, y quizá lleguen a probar el guiso de carne
humana que estoy preparando en aquella olla. Les aseguro, es exquisito.
Acerca del autor: Daniel Frini
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