Antes, no sé de qué, leer era sencillo. Lo hacía sin interrupciones, de noche y de día, sin sueño. Podía pasarme jornadas enteras comiendo, durmiendo, bebiendo, llorando y disfrutando dentro de un libro. Me abstraía del entorno hasta lograr que nada existiera. Si el mundo se derrumbaba yo, como si tal cosa, me apartaba de los escombros sin barrerlos para no perder tiempo y continuaba atrapada en la trama. Me había ideado un sistema de modo de no malgastar energía, economizando movimientos, para que no hubiera necesidad de fuerza mayor que la de la lectura. El texto ya no era un afuera sino mi propia conciencia que transcurría desde el alerta al onirismo embriagado. Contestaba a quienes me hablaban como si escuchara, quizá lo hacía con una parte de mí a la que ni yo misma consideraba en ese estado de abandono hipnótico. Cuando una voz familiar lograba irrumpir en el adentro compacto de mi libro me daba cuenta de que afuera pasaba la vida, sin mí. Eso me angustiaba pero lo olvidaba a la oración siguiente.
Los otros de mi alrededor se vieron obligados a llegar al colmo del enojo por causa de la monarquía de mi actividad. En mitad de la noche acostumbraba levantarme, sigilosa para que nadie se de cuenta y cuando mi compañero, advertido, preguntaba, con un tono amenazante: -"¿A dónde vas?", yo contestaba: -"Al baño". Dejaba prendida, como coartada, la luz del toilette pero en verdad, desesperada, iba corriendo y hacía que entre el horizonte y mi nariz se interpusiera un libro. Regresaba a la cama cuando él, algo alarmado por el retraso, me decía: -"¿Estás bien?" y yo disimulando, repetía: -"Si, sí, ¿por qué no iba a estarlo?".
A veces me apuraba a dormir y no tener que padecer la espera de un nuevo día en el que, otra vez, me fuera posible tener lo único que me importaba entre mis manos. Cuando me subía a los colectivos y no había asientos libres igual leía, parada. También era capaz de hacerlo caminando por la calle y hasta en la cinta del gimnasio. Una sola vez -a dios gracias- me duché con el libro al costado de la bañadera apoyado en una toalla para que no se moje y no provocar que la tinta se corriera cumpliéndose la peor de mis pesadillas, que el texto ya no fuera legible.
La consecuencia de haber leído tanto, en cantidad y avidez, fue que el sentido del mundo trocara. Cuando me inicié como viajante de universos inventados, ellos, me recordaban a la vida real. Descubría semejanzas desde adentro hacia afuera en un remolino de letras, centrípeto. Un día, caminando hacia La Legendaria donde compré Crítica Literaria de Marcel Proust, una vieja con tapado rojo que podría haber sido caperucita de anciana fue, para mí, la protagonista femenina de la película Mis Tardes con Margueritte donde una señora mayor, aun no retirada de la vida, introduce en las delicias de la lectura a un hombre adulto que siempre se había juzgado incapaz, interpretado por Gerard Depardie. Desde allí, a él, le cambia el sentido de la realidad tanto como a mí los libros dejaron de evocarme a la vida para que la vida comenzara a evocarme a los libros.
Este trueque de la rotación del sentido fue casi simultáneo con que un día, no sé a partir de qué, perdí esa concentración más que tensa despojada y, junto al misterio que acompaña al origen, de los párrafos subrayados brotaron anotaciones en lápiz que fui acomodando en los márgenes. Esas letras, al ir tornándose cada vez más extensas, terminaron siendo el recuadro, de hoja entera, que enmarcaba a las otras, las impresas. Para leerlas me veía forzada a girar el libro un cuarto de vuelta desde la posición habitual, cuatro veces, hasta que volvía a estar al derecho. Las notas, al comienzo, no eran más que comentarios suscitados por lo leído pero después mutaron en asociaciones con otros libros del pasado. Yo imaginaba que salían del espacio físico de la hoja apoyada entre mis dedos para ingresar en un espacio virtual que alcanzaba a otros libros, en los que alguna vez había habitado, como una verdadera red de intertextualidades o como un árbol genealógico de la antecedencia, no de mis parientes, pero sí de mis lecturas, que a esta altura ya casi eran lo mismo.
Mas tarde, de ese no sé qué, ni siquiera la primera y las últimas hojas en blanco del libro, las hojas testigo, me alcanzaron para darle lugar a mis notas. Hoy a cada punto, incluso a veces antes de llegar a su fin, me detengo para escribir. Leo y escribo, leo y escribo, escribo, escribo y leo. Terminar un libro me lleva algo así como el doble de páginas escritas que el de hojas leídas. Por lo que este Diario no es más que el terreno ganado de lo que en su origen fue garabateado en los márgenes de los libros leídos y que en el origen del origen fue el subrayado de algunos párrafos, que creció hasta solicitar derecho de emancipación y autonomía. Letras nacidas de otras letras. Texto que viene de otro texto. Porque, aunque lo olvidemos o neguemos, no hay autor fundador. De los repollos no nace gente y mucho menos, libros.
Ahora, por una suerte de contagio de cómo solía leer, duermo, sueño, asesino y hasta hago el amor, por escrito.
La autora:
Helga Fernández
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