—Salió a las doce de la noche en punto ¿Para qué? —dijo.
—Con eso no me convences. Qué más.
—Bajé
al baño y dejé todo como estaba, para qué iba a desarmar todo. Menos
mal que dejé todo ahí. Es difícil volver a enfocar. Para la próxima voy a
ver si lo puedo grabar.
—¿Pero qué hizo al final? —cambió el auricular de lado.
—¡Esperá, que te estoy contando! ¿Querés saber, o no? —dijo Héctor mientras volvía a entreabrir la cortina del primer piso.
—Seguí. Te escucho.
—Ni
bien termino de subir, lo veo que entra y deja la puerta abierta. Me
quedo mirando y veo que no pasa nada. No sale. A esa hora y con la
puerta abierta de par en par. A veces me pregunto si no quiere que lo
roben. En fin, enfoco para ver con menos zoom y me doy cuenta que sale
otra vez. Camina hasta la vereda y saca un cigarrillo que no prende.
Sólo lo mira.
—Héctor, qué querés que te diga. Está esperando a
alguien. Dejáte de joder con andar espiando a esa gente, porque te van a
meter una denuncia. Hacéme caso. ¿Cuántas veces me llamaste ya? ¿Diez,
quince veces? —le dijo ella.
—No me estás escuchando.
—Sí que te estoy escuchando, Héctor. Hace quince días que te vengo diciendo lo mismo —dijo ella.
—No
lo viene a buscar nadie, Norma. Nadie —soltó las cortinas y se sentó en
la cama—. Todas las veces que me recordaste que lo único que mi vecino
estaba haciendo era tomar un poco de aire fresco, terminaron por
contradecirse. Ahora hay una llovizna. Hace frío, Norma. Bajo cero.
—Bueno, Héctor. Atornilláte al lado de la ventana y mirá la casa de tu vecino toda la noche. Yo voy a colgar porque no doy más.
—Bien.
Gracias por escucharme ¿Mañana te puedo llamar? Hoy lo tengo que
enganchar. Sospecho que algo va a hacer. ¿Te llamo? —el tono monocorde
ocupaba la línea. Héctor Cralos observó el engrasado plástico en la
cubierta del teléfono y alejándoselo de la cara, dejó ver en sus
mejillas un tinte enojo. Tiró el aparato en la cama y se arrimó a la
ventana. Introdujo dos dedos en la división de la cortina e hizo a un
lado la parte derecha. Sólo un centímetro bastaba para que el rayo de su
mirada escudriñase el frente de la casa de ese extraño personaje.
Héctor sintió frío en sus piernas. Estuvo horas espiando y hablando
telefónicamente con algunos amigos. No podía olvidar a Norma, ella había
sido la más ácida de las comunicaciones de la noche. Cerró la puerta de
su pieza y arrimó una silla. Estaba seguro. Apostaría su brazo derecho
que al pasar la media noche, iba a terminar de atar los cabos sueltos
que el vecino le dejaba. Cuando miró el almohadón de la cama, una luz
surgió por entre las telas. Corrió la sección de cortina con la misma
técnica. Dos dedos. Lento hacia la derecha. Había salido con un
cigarrillo anclado por detrás de la oreja. Sin duda esperaba algo
importante. Sin saber por qué, Héctor bajó las escaleras de su casa, con
un motivo desconocido en la punta de sus dedos presionó la tecla para
encender la luz de la cocina. Daba la gran casualidad que también él
había colocado cortinas, estas más oscuras y rígidas. Abrió la heladera,
también sin saber por qué y observó, nervioso, un pequeño paquete de
fiambre y queso. Pensó y sin dudarlo salió disparado hasta la ventana
<<Dejaste la heladera abierta>> Sabía que si había un
momento importante, era ese. Tenía una desventaja: La cortina se movía
mucho si la tocaba con dos dedos. Habría que implementar una nueva
técnica. La novedosa labor sin dedos, sólo con los ojos a través de las
rendijas y las uniones. Acercó la cara al cuadriculado bordó y marrón,
con esos cinco milímetros bastaba para crear el mejor puesto de
observación y punto de vista. Una fría sensación le cubrió el cristalino
ocular. Ahí estaba, como lo había sospechado tantas veces. Cigarrillo
en mano, bajó a la calle. Los pequeños fogonazos del encendedor
debelaban una posición cada vez más cercana. Luz. Más cerca. Luz. Luz.
Más y más cercanía. Hasta ver sus ojos. Flameados ojos danzantes al
compás de un brillo punzado. Penetrantes. Una pitada y, unos ojos. Un
vapor de aliento por el frío del exterior. Otra pitada que dejaba ver
esa otra mirada, y más pasos. Hasta descubrirlo subiendo este lado de la
acera. Hasta verle los gestos en una aletargada cercanía que no
culminaba como imaginaba, más que en un escalofriante rictus
incomprensivo, de locura y maldad. Héctor corrió hasta el primer piso,
dándole un manotazo a la tecla de la luz y cerrando la puerta a la
pasada. Pensaba que dejar a oscuras la cocina, podía detener el paso
firme de su vecino. Deslizó los tres pasadores de su pieza y echó una
vuelta de llave. Marcó el número de Norma sin mirar el teclado y esperó.
—¿Sí? —dijo Norma.
—Norma, está afuera. Lo vi afuera. Me quiere hace algo.
—¿Héctor? —gritó enojada—. Estoy tratando de descansar. Ahora no puedo escuchar tus cosas.
—Está afuera, llamá a la policía —los golpes en la puerta de chapa despertaron al perro—. ¡Te digo que está afuera!
—Mirá,
tengo que dormir. Seguimos mañana —le dijo. Estaba cansada. Siempre
intentaba calmar a su amigo. Esa noche estaba algo cansada de que no le
hiciese caso a lo que siempre le decía.
Acerca del autor:
Cristian Cano
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