Y no se levanta el hombre. Apenas hasta el baño. Apenas un rato
sentado en el borde de la cama, mientras come. ¿Ella? Al lado. ¿Adónde
si no? Aunque él no deja que lo ayuden, ella hace la cama, la ropa, la
comida, intenta higienizarlo. Ella espera. Hace tanto que ni sabe.
Parecen
solos, pero no. Ahí están el televisor que no se apaga, La Nación con
sus letras de molde relatando un caos que no se recompone, algunas voces
de otros tiempos y rostros que se licúan contra el ventanal por donde
entran Buenos Aires y un pedazo de cielo que en vano intenta llevar esos
ojos hacia otros cielos más calmos. ¿Qué más? El tiempo de morir puede
ser largo. A menos que se atrevan.
Acaso hoy.
El hombre se
levanta. Algo escribe o dibuja sobre el vidrio empañado con el pulso tan
firme como cuando aún daba órdenes. Después hace girar el picaporte y
al salir, los pies en el balcón sienten el frío.
Ahora alza los brazos y sin bajar la mirada, arroja al vacío los restos de vida que aún latían en su pecho.
Ella, bien aferrada a la baranda, lo ve caer.
Acerca del autor:
Fernando Puga
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