Los fantasmas son a las casas lo que los lúgubres misterios a los bosques. Son una sensación doméstica. Pero, debemos decirlo, hay también una minoría poco conocida, que vaga en las fronteras de los desiertos, y desconocida porque no destacan: el desierto fue hecho por alguien que pensaba en la muerte; y también desconocida porque sabemos que se imponen al caminante, y su paso y voz ahí termina.
Esto, a causa de la miopía de los escritores, no lo pudo saber el vecino don Homero, que por una lectura casual del Quijote lo enloqueció saber que toda la literatura es imitable: un tiempo persiguió viejas a hachazos, se hizo calavéricas preguntas de gente sin trabajo, y así sobrevivió –porque los personajes también comen– hasta que otra lectura no menos casual lo hizo atrevérsele al desierto y abrir aguas y hallar la fatalidad de todos: una tierra y una casa. No pudo saber que no hay que detenerse, tenue y comedido, ante estos fantasmas, menos razonarles que él debe pasar, que lo dejen ir, que tiene un pueblo detrás: no sabía que los fantasmas cuando son tratados como hombres se hacen piedras. El primero que se le puso enfrente, al entender la ignorancia de don Homero, antes de devenir en piedra, llamó a los otros, llamó a todos los otros que se le acercaron y se le atiborraron en torno y se fueron volviendo piedra vista. Uno arriba del otro. Él no dejaba de ver la acumulación con gritos de terror pisoteado; era Dios imponiendo algún castigo.
Finalmente, en esa frontera donde comenzaba o terminaba, don Homero apretó los ojos aterrados. Ya no gritaba. Sintiendo el cese de la acumulación, al abrirlos, se halló ante lo previsible. Pero no una sino cuatro paredes tenía en torno; giró adonde pudo y ellos ahí, siempre duros, piedras, ordenados; quiso clamar al cielo, tampoco había. Pero sí hubo lo que conjeturó era una breve pira, una tabla para una tortura, cuchillos –le parecieron muchísimos– sobre ella. Y hubo el terror de no salir, pero también una puerta y una llave. Relajado por esta última revelación, se fue sorprendiendo menos, casi no sintió la respiración de algo durmiendo en una pieza. Ya instintivamente acercó las manos a la hoguera: hacía frío.
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Nicolás Ferraiolo
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