—Me olvidé lo que iba a escribir —se dijo el escritor, sentado frente a su computadora—. ¿Y ahora? ¡Ahora lo perdí, perdí un buen comienzo de cuento! ¡Y todo por mirar esa canción en Internet y no esperar! —se lamentó.
Pasó un minuto frente a un cuento viejo que brillaba en la pantalla como un estúpido. Comenzó a leerlo en voz alta, pues no lo recordaba:
—El joven tomó a la mujer por la cintura con ambas manos, aunque al ponerla en movimiento levantó la izquierda como para revolear un pañuelo que se le antojaba rojo. (¿Eso escribí? ¿Cuándo lo escribí? ¿Era una mujer o un maniquí?). La mujer marcó el ritmo, aunque debía ser él quien lo hiciera. Los jurados lo notarían, seguramente, descontarían los puntos y, dado que ya las parejas contendientes los habían derrotado, por poco pero lo habían hecho, perderían todas las chances. Él notó que su pareja lo miraba con cara de: “¿nos lanzamos? Total, perdidos por perdidos”. Y él accedió, para lo cual volvió a tomarla con las dos manos y la alzó un palmo del piso, en un movimiento heterodoxo, y le dio como si fueran muñecos a cuerda. (¿Cómo hice para escribir esto? ¿Estoy leyendo lo que pienso o estoy viendo que lo que pensaba el personaje era lo que yo leía en el cuento que había escrito hace unos meses? ¿Estoy leyendo lo que debí escribir recién, antes de olvidarme?). La pareja, mientras volaba, hizo dos o tres piruetas con sus piernas, como si nadara la canción, que era lo que originalmente hacían sus ancestros el día de la celebración. Los dos notaron, con el rabillo del ojo, cierto movimiento de incomodidad en los jurados. (¿Esto es un cuento de bailarines o de pueblos que bailan? No recuerdo haber escrito esto, juro que no lo recuerdo. Nada, nada). Entonces se produjo la paradoja —leía el escritor—: el escritor tenía ante sí el cuento escrito mientras estaba seguro de haberlo perdido en la memoria. (¡Esto no puede ser! Yo no escribo así). Ella y él enseñaron a sus alas a volar en ralentí y el jurado, airado, les hizo llegar la descalificación sin hesitar, por medio de un halcón peregrino que no tenía otra identificación que una concha de peregrino tatuada en la córnea. (¿Estoy volviéndome loco o me describo a mí mismo como un halcón? ¿Yo viví esto de niño? ¿Los descalificaron a mis padres, que sabían volar cuando bailaban?). Su concha de peregrino colgaba de un adorno en la chimenea.
Ínterin se hizo la noche. La máquina entró en modo de hibernación, estaba tibia. Por los parlantes todavía podía escucharse un ritmo pegadizo y contagioso. El escritor, casi con vergüenza, guardó el cuento en una carpeta especial para mandarlo al concurso de baile donde lo leerían para que un músico le ponga música. Era una oportunidad única y no la perdería.
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Héctor Ranea
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