La casa era amarillenta, con rajaduras oscuras como viejas venas en un cuerpo descuidado. Se estaba descascarando y mostraba los ladrillos rojizos y gastados debajo de la piel de concreto, una escalera bastante mal hecha descansaba en la parte de afuera de la casa y llevaba a la segunda planta. Sus ventanas superiores parecían dos ojos negros y vacíos, como de alguien que falleció sin poder cerrarlos.
Las noches de viento se podía escuchar un sonido apagado que venía desde el interior, del primer piso para ser precisos. Era como un llanto, al menos ahí lo escuchábamos como tal.
El llanto de una niña.
Los vecinos habían llamado al párroco y algunos hasta llamaron a un curandero que visitó la casa, entró solo y de ella salió llorando, con un temblor constante en las manos que lo acompañó hasta el día de su muerte… tres semanas después.
El párroco bendijo la casa desde afuera, un día que el viento soplaba lento del norte, al pronunciar las primeras palabras, “A Ti, Dios Padre omnipotente, rendidamente pedimos que bendigas la entrada, y te dignes santificar esta casa; y, así como quisiste bendecir la casa de Abraham y de Jacob, e hiciste…”; pero el viento sopló más fuerte acallando la voz del religioso mientras las paredes se fueron descascarando aún más, las grietas se abrieron como si una daga cortase las paredes; el viento sopló con tanta brutalidad que redujo la casa a escombros. Casi todo el pueblo vio como se desprendían trozos de esa casa, todos oyeron el llanto de la niña arreciar sobre ellos, muchos se taparon los oídos, otros huyeron mientras los más fuertes cayeron de rodillas entre lágrimas y con ellos el párroco disfórico arrojaba las últimas gotas de agua bendita.
La casa abandonada ya no está, el municipio hizo en el baldío un pequeño parque; pero no hay niños que jueguen ahí.
No, hubiese sido mejor que la casa siguiese en pie, con esos ojos negros y sus venas al aire. Lo hubiésemos preferido antes que oír el llanto de la niña venir del parque vacío los días que sopla el viento.
Tomado de http://blogs.clarin.com/apologiadelosmiedos/
Las noches de viento se podía escuchar un sonido apagado que venía desde el interior, del primer piso para ser precisos. Era como un llanto, al menos ahí lo escuchábamos como tal.
El llanto de una niña.
Los vecinos habían llamado al párroco y algunos hasta llamaron a un curandero que visitó la casa, entró solo y de ella salió llorando, con un temblor constante en las manos que lo acompañó hasta el día de su muerte… tres semanas después.
El párroco bendijo la casa desde afuera, un día que el viento soplaba lento del norte, al pronunciar las primeras palabras, “A Ti, Dios Padre omnipotente, rendidamente pedimos que bendigas la entrada, y te dignes santificar esta casa; y, así como quisiste bendecir la casa de Abraham y de Jacob, e hiciste…”; pero el viento sopló más fuerte acallando la voz del religioso mientras las paredes se fueron descascarando aún más, las grietas se abrieron como si una daga cortase las paredes; el viento sopló con tanta brutalidad que redujo la casa a escombros. Casi todo el pueblo vio como se desprendían trozos de esa casa, todos oyeron el llanto de la niña arreciar sobre ellos, muchos se taparon los oídos, otros huyeron mientras los más fuertes cayeron de rodillas entre lágrimas y con ellos el párroco disfórico arrojaba las últimas gotas de agua bendita.
La casa abandonada ya no está, el municipio hizo en el baldío un pequeño parque; pero no hay niños que jueguen ahí.
No, hubiese sido mejor que la casa siguiese en pie, con esos ojos negros y sus venas al aire. Lo hubiésemos preferido antes que oír el llanto de la niña venir del parque vacío los días que sopla el viento.
Tomado de http://blogs.clarin.com/apologiadelosmiedos/
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