miércoles, 26 de mayo de 2010

Sospecho que soy sospechado - Andrés Terzaghi


Sobre la mesa había un delicado encuentro de pensamientos aplicados a nombres antiguos, eran intensos productos de diversos estudios; mecanismos valiosos que partían de una sensibilidad enternecedora. Percibí el significado de mis órganos aturdidos que integraban en mi imaginación el cumplido asunto del mobiliario, la mesa me autorizaba a hundirme en los intestinos; la vida, un excremento filosófico puesto sobre la mesa, esa misma mesa.
Diseñaba libremente decorados de picaresca representación para existir.
En el hotel, abotonado contra el timbre había unos zapatos huecos que despedían un aroma semejante al establo. Mi tosco buldog, picado de pulgas, peleaba con ellos en una explosión de faltas y excusas porque el bulto le antojaba manías de dominación.
Destrozados los negros zapatos, únicos en su estilo, la espina que tantos veces había maltratado a mis pies, apareció roja por mi sangre y perturbada por el animal. La examiné. Era delgada e infecciosa, porque su naturaleza sentimental había consumido ciertas influencias relativas al departamento. Su origen, una planta, un cactus que alternativamente contorneaba su simetría esquelética recrudeciendo entre las raíces pliegos carnosos quitando de sí tristes herederas.
La creí inmaterial antes de su aparición fuera del zapato, pero mi delirio había terminado con la expiración del perro. Éste más místico que la humedad, interpretó en mi persona cualidades harto difíciles y verdades más corruptas que las propias, ahogándose y muriendo al fin como una moneda sobre la ofensiva mesa de espinas.
Mis primeros síntomas luciferinos demostraron su juego parasitario y hediondo. Habían contratado a un exsoldado de la infantería ateniense para contagiarme esta enfermedad que solo se hallaba en los animales.
Mi destino remotamente nocturno pero cognoscible seguía los intereses de quien lo administraba, es decir, un corpúsculo fijo sobre la punta de la lanza del ateniense.
Igual su nombre estaba en las manos de tantas voces que el ayuno de las mismas pronto terminaría y luego nunca daría lugar allí donde la vida y la muerte bifurcarían mi camino. Entonces, el descrédito sería demasiado notorio como para nuclear la observación en músicas encorvadas por mi dulce enfermedad.
En mi cabeza se habían estrechado todos los componentes como para flaquear la salud de mi cuerpo y alma hasta que personalmente conociera con éxtasis en un trozo de poema el estado en el cual se encontraban mis zapatos.
Décadas posteriores, unos hombres escarbaron las galerías subterráneas donde encontraron ligeramente los signos de mi cuerpo en combustión.
Demasiado conceptual para que la verdad, tibia y exquisita, los perjudicara científicamente. El aroma de la guerra comenzó a mover los 123 kilos de seca carne, a enojarla en su aspereza primitiva. Extraordinariamente hubo una inflexión en la historia del hombre. La risa se puso a favor de la enfermedad, porque mi pelo erizado por la humedad y el polvo parecía un paquete de crueldades que instigaban a que las palas de esos hombres se estrellaran contra mi rostro y herida tras herida, apiladas unas sobre otras incesantemente, afiebraban la voluntad de una nación de médicos con afán de moldear nuevamente mis expresiones.
Mi cadáver jamás no tuvo descanso. Se sospecha que los médicos pudieron resucitarlo y que el mismo vivió más años que yo.

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