Es indudable que desde que la vida se hizo más sencilla, los bares de la Avenida Garfield Norte se han vuelto más concurridos y, lo que es mejor, lo que pasa ahí es la vida real. No esa sanata de la tele. Es más, desde hace bastante busco mis trabajos, y encuentro los mejores, en la barra. Reddy, el barman, me conoce bien y habla con los forasteros, con los del pueblo, con los turistas, con todos quienes puedan requerir de mis servicios y no pocos me contratan ahí mismo. O sea que tengo: oficina, personal de relaciones públicas y algún trago gratis en una sola jugada. Aunque a veces lo invito a Reddy a comer unas hamburguesas o pizza y algunas cervezas para compensar. Pero siempre salgo hecho.
En el estaño me pregunta el forastero entre cerveza y gin
—Así que destapa caños, destapa chimeneas… es un des… desobstructor, diríamos.
—Algo así. Trabajo que nadie ve. Pero viene bien, por eso me llaman.
—¿No le parece raro que llamen a uno para hacer algo que todos pueden hacer por si mismos?
—Es que da asco el trabajo. Es más, al principio me parecía un infierno a mí, vea lo que le digo. Y cuando lo hago se tapan la nariz y hasta se descomponen no pocos, pero después me dan las gracias con una sonrisa algo ictérica. Es que no se imagina —dijo al que parecía extranjero— las cosas que encuentro, lo que hay que sacar muchas veces.
—¿Alguna vez encontró algo raro?
Tuve que pensar. Me tomé media jarra de cerveza. La pregunta era obvia pero, ¿tenía que contestar con la verdad? Después de todo era un desconocido y bien podía ser uno de esos detectives que llegaban de cuando en cuando desde Denver buscando asesinos que se ajustasen a homicidios sin resolver y no era cuestión de caer en redes de explicaciones complicadas. Por otra parte, ¿quién no tiene anécdotas risueñas o un poco extrañas que hacen pasar el tiempo contándoselas a un forastero? Pensé más que una jarra de cerveza, “la cerveza dura poco hoy”, me dije. Al final me decidí y le comenté un caso extraño. Tal vez no el más extraño, pero lo suficiente. Le conté esa vez que me llamaron para un San Valentín, que en este pueblo es una cuestión de vida o muerte, ya que para esas semanas el Correo se llena hasta el tope de cartas de amor. Ese San Valentín lo tengo bien grabado. Sí señor.
Año 1987. Todavía las dos ciudades continuaban separadas por un parque grande y temían que se unieran sin ningún control. Los candidatos a Alcalde y a Sheriff andaban voceando sus disparates a ambos lados de la línea ciudadana. Yo escuchaba a los republicanos aquella tarde. El candidato a Sheriff era muy pintoresco. Y me llaman, de la ciudad grande, se entiende, para pedirme que destapara un caño de cloaca. Justo para San Valentín. Era urgente y, dijo la señora que llamaba, me pagarían triple. No podía negarme. El problema es que el olor no se va ni en tres días y yo esa noche tenía con Claire una cita programada desde hacía tres meses y, usted sabe, hay mujeres que para San Valentín se ponen peor que antes de la menstruación y Claire es, de ese grupo, de las peores. En fin, se la hago corta, me acerqué a ver de qué iba la cosa y resultó ser brava. Una mujer con dos niños (una niña y un niño) sola con toda la planta baja inundada porque no desagotaba bien la pileta de la cocina.
Empecé mi trabajo y, obvio, encontré que estaban mal conectados los caños y que el desperfecto podía ser porque la cloaca del baño se conectaba al revés de la pendiente con la de la cocina. Empecé la destapación de manera convencional para después hacer la instalación. Estaba contento porque el trabajo era más sencillo de lo que creí en un principio. Pero cuando pasé las cañas, me encontré con un tapón muy afirmado por lo que, en la emergencia, decidí usar el tubo de anhídrido carbónico. No me fue mal. Salió por el baño, previa extracción del inodoro, una cosa que me pareció en un principio un pañuelo grande. Craso error.
Eran, en realidad, cintas de algodón. La mujer empalideció al verlas, lo noté bien. Lo juro. Las tomó casi con reverencia y las puso dentro de una bolsa. Juro que dijo que iba a quemar a las malnacidas. Yo conecté todo muy rápido, cobré, me fui y estuve con mi Claire casi en horario y sin olor a mierda. Todos felices.
Salvo que a la noche me asaltó una duda. ¿Quién tira cosas que después recolecta con reverencia, unción, tristeza y desconcierto?
A la mañana siguiente vi un artículo sobre un libro muy caro de la biblioteca, perdido en circunstancias extraordinarias. Recordé que en la biblioteca que me había comprado Claire había uno del mismo título. Me lo leí de un tirón; ese libro me dio una explicación posible para parte del asunto de las cintas del día anterior, así que fui a ver la casa de esta mujer, so pretexto de controlar si había hecho bien el trabajo.
Ella estaba desorientada, pero hasta juraría que tenía cara feliz si no fuera porque no creo en esas burradas burguesas. Por cierto, no paraba de agradecerme. Nunca había visto a una persona tan feliz de que le destaparan las cloacas, a decir verdad.
Parecía haber encontrado algo que la tenía maravillada o bien que algo la había devuelto al mundo. Entré al baño y juro que sentí detrás de mí una presencia, una respiración contenida, un plasma ¿sabe?, pero disimulé, miré alrededor y me retiré con una sonrisa forzada, convencido ya de que había descubierto la verdadera guarida del hombre invisible.
El forastero, como suele ocurrir en los cuadros de Hopper, me miró con condescendencia, medio se sonrió y se fue a terminar su trago con una puta.
Héctor Ranea
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