El dios del metro no sabía qué hacer. Las escaleras llevaban días haciéndole la vida imposible: en plena hora pico se les antojaba estirarse, tronar los escalones como dedos, sacudirse los pies de los usuarios y tirar a más de uno. La gente creía que eran temblores oscilatorios, tan comunes en la zona, y se aferraba a las paredes hasta que los peldaños se aquietaban. Fueron varios los luxados. Ningún hueso roto, gracias a dios, al buen dios del azar que siempre le echaba una mano. Y él, el del metro, se lo agradecía. Sólo él porque a todos ellos, los verdaderos dioses, nadie los ha reconocido nunca: el dios del drenaje profundo, el del alumbrado, el del tráfico, el de los jardines y plantas. Nadie les reza, no tienen templos. Y ellos no pueden entender que los humanos sigan creyendo en un sólo dios que vive lejos, en un cielo que nada tiene que ver con el cielo. ¿Cómo creen que se mantendría esta ciudad, este planeta con un par de ojos vigilando? Las labores son arduas y complicadas. La del dios del metro, por ejemplo, es vigilar que el transporte colectivo subterráneo dé un servicio eficiente y oportuno. Pero su trabajo se había visto alterado desde que a las escaleras les había dado por temblar hasta desarmarse. Más de una vez las encontró hechas resbaladilla a la hora de abrir las instalaciones.
Una tarde, mientras los escalones se acomodaban después de una sacudida, el dios vio a una muchacha recoger unos papeles que se le habían caído y apresarlos con un clip. Claro, un clip, pensó. Y con el arcángel herrero mandó a hacer uno gigante. Cuando se los mostró, a las escaleras les pareció muy cool su nuevo barandal y se lo pusieron con gusto. Pronto se percataron de que aquello era un gran grillete y los primeros días protestaron rechinando sus dientes y sus huesos. Pero, desde hace dos semanas, ya están quietecitas y el dios del metro duerme tranquilo. No sabe que en las noches las escaleras seducen al clip, bailan y se enredan felices en sus tubos. Han aprendido a ser discretas: en el día soportan las pisadas, escupitajos y orines de perro con tal de divertirse por la noche. Aunque a veces sienten celos de las manos que lo tocan, saben que en la madrugada, el barandal es todo suyo.
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