"Su suavidad venía
volando sobre el tiempo,
sobre el mar, sobre el humo,
sobre la primavera,
y cuando tú pusiste
tus manos en mi pecho,
reconocí estas alas de paloma dorada,
reconocí esa greda
y ese color de trigo."
Pablo Neruda
Entre esos seres invisibles que cualquiera cruza a diario en las calles siempre hay uno más invisible que otro. Con una invisibilidad tan invisible que ni él mismo es capaz de percatarse de cuán invisible se ha vuelto. Cierto día encontré a alguien así. Yo iba hacia el sur, él hacia el norte. Me quité el sombrero, y saludé cortésmente. Él hizo lo mismo, sólo que inmediatamente se detuvo.
—Buenos días, caballero —dijo él.
Yo asentí con mi cabeza.
—¿Puedo comentarle algo, algo que me urge comentarle a alguien?
Volví a asentir, pues una necesidad tan imperiosa no debe censurársele a nadie.
—Verá usted, señor, el tema son mis manos.
Entonces las extiende, y yo las observo.
—Mis manos son transparentes, así, como los focos, como las lamparitas de luz.
Y me sorprendo, y abro la boca, y muevo mi lengua, y pregunto:
—Y eso que se ve ahí, eso… ¿qué es?
—Esos filamentos son mi sangre, señor.
Entonces enmudezco.
—Y la luz, ¿sabe que es la luz, señor?
Niego con mi cabeza. Estoy muy aturdido.
—La luz es mi luz interior, que fluye agitadamente por mis venas, recorre todo mi cuerpo y se muestra en mis manos. Cuando toco a alguien mi luz se aviva o se opaca, es todo cuestión de energía. Sin embargo, lo que me pone feliz es que mi propia luz está siempre intacta.
Tomado del blog: El errante
Acerca del autor: Miguel Aguilera
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