Los amantes fueron de brindis en brindis y de caricia en caricia hasta agotar tres o cuatro botellas de vino y diversos placeres hasta extraviar cualquier frase coherente.
La somnolencia pareció aniquilar sus fuerzas menguadas, pero no dejaron de beber mientras las bocas enrevesadas pronunciaban diálogos imposibles de traducir. Durante horas dijeron palabras más parecidas a un idioma extranjero o a un hechizo tan antiguo como la misma humanidad, pero a ellos no les importaba entenderse, aunque las frecuentes carcajadas parecían afirmar lo contrario.
El azar permitió a la mujer proferir un encantamiento poderoso y doble efecto justo cuando el amanecer iluminaba la habitación de los amantes.
El hombre no supo que se trataba de un hechizo destinado a sanar y devolver a la normalidad a la persona capaz de pronunciarlo; ella nunca se enteró de que las palabras recién dichas mandaban al infierno a cualquier otro que se encontrara a menos de un metro de distancia.
Cuando ella se descubrió sola apenas pudo suponer que el hombre se había ido por culpa de alguna frase hiriente escapada sin desearlo.
Desde entonces la mujer bebe con frecuencia y no para de hablar, aunque nadie le entienda.
Jura, a cualquiera que se le ponga enfrente, que mientras le alcancen las fuerzas seguirá emborrachándose cada vez que le sea posible, pues sabe que no es capaz de explicarse el abandono del único hombre que juró amarla para siempre.
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José Luis Velarde
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