jueves, 20 de septiembre de 2012

La Laguna de Caronte - Ada Inés Lerner


Soñé radicarnos en el pueblo de una laguna volcánica: La laguna de Caronte. A esta altura de nuestra vida recuerdo nuestras fantasías. Y las llamo fantasías porque esperé un paraíso para la vejez y el hoy me recordó que Ulises y yo somos diferentes.
No puedo escaparme de mi misma, yo seguiré siendo yo y mis circunstancias dondequiera que vaya: en mi pequeño planeta lejano que esta noche brilla como una estrella, en la gran ciudad (donde presté servicios como enfermera hasta jubilarme) o en esta playa asomada a la gran laguna.
Sufrimos juntos la xenofobia general de los terrestres y nuestra existencia fue difícil. Trajimos algunos muebles, vajilla, la ropa que deberé adaptarla a este clima.

Penélope, está listo el mate. El que habla es mi marido. Debí incluir a Ulises en el detalle de mi equipaje, porque yo lo convencí de mudarnos aquí.
Se impone que a esta altura aclare como fueron nuestros primeros días. Al principio el pueblo nos miró de costado. Nos observaron e interrogaron mal disimulando su desconfianza. Desconfianza pueblerina que se traduce en una amabilidad forzada que se hace por demás evidente. Pensamos que no lo notarían, que mi baja estatura sería aceptada, vengo de un planeta pequeño, Caronte. El hecho que los alertó, el que los hizo sospechar, fue que ninguna mascota se me acercara ni a pedirme un hueso.

Un poco de tiempo y paciencia nos dijimos.
Ulises colocó en la entrada de la casa un cartelito primoroso, en madera tallada, que aún hoy dice: “Enfermera diplomada. Inyecciones. Presión. Cuido enfermos”. Y me senté a esperar. A esperar que mi profesión de toda la vida me introdujera en las casas de la gente como una bruja buena que alivia dolores del cuerpo y el alma.
En cuanto a Ulises, perdió el pelo pero no las mañas. Como había sido adiestrado, intentó infiltrarse en las organizaciones intermedias para desplegar su actividad de detective de entuertos. En la cooperativa de teléfonos, como socio usuario, tenía el derecho de participar en la comisión directiva. No lo aceptaron: luego advertimos que nuestras inocentes conversaciones telefónicas eran “pinchadas”.
Habíamos traído nuestro sistema de comunicación interestelar y todo estaba bien resguardado.
Se sucedieron algunas reuniones en casas donde se resucitaban a aquellos antiguos héroes dispuestos a inmolarse por la cosa pública. Todo se fue aquietando: aquellos vecinos que, empujados por Ulises, habían tomado la participación como un juego, alternativo al billar o la taba, empezaron a sentir que la guerra justa desatada por mi marido contra la malversación e impunidad no los motivaba y los involucraba a trabajar sin descanso y decidieron que no valía la pena perder la tranquilidad por unos cuantos pícaros.
“Son nuestros vecinos de siempre” era su filosofía y nos fueron retaceando su presencia. Ulises, terrestre y tozudo seguía detrás de sus ideas.
Esto nos aisló y también afectó mi actividad y no nos pasó desapercibido en los bolsillos. Y hacer frente ahora a este fracaso...
En este tiempo de ancianos, me quise despedir de Ulises pero él no lo aceptó y como se acostumbra en mi tierra juntos emprendimos el último viaje de los caronteses sumergiéndonos en la laguna.

Acerca de la autora:
Ada Inés Lerner

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