Hace muchos años, remontaba el río Pintos de la mano del abuelo, en La Cumbre, más allá de Cuchi Corral. Habíamos viajado en bicicleta.
Yo ponía miga de pan adentro de gruesas, viejas y pesadas botellas de sidra. Tapaba el pico con un corcho, las hundía en un recodo del río, y los peces entraban pero no podían salir por el embudo que formaba el culote cortado: una trampa creada por el ingenio del abuelo. Después, mamá freiría los alevinos empanados en harina.
El brazo del abuelo sobre mis hombros me arropó de cariño mientras observábamos a un alevín que no quería entrar por el culote.
Yo, atento a las enseñanzas del abuelo, oía el correr del agua y miraba un campo florecido de cosmos del otro lado del río.
Un martín pescador se posó en una rama suspendida sobre el agua. Miraba la botella, inclinaba su cabecita a un lado y a otro, como si supiera que le sería imposible capturar los alevinos atrapados por el vidrio.
Una brisa fría me pegó en la cara. Los pájaros y las mariposas volaron asustados.
Ahora, la ribera se cubrió de una espesa neblina que impedía ver la botella y el agua; solo aparecían las copas de los sauces y álamos asomando, figuras fantasmales marcando las márgenes del río.
—Volvamos abuelo —le dije, y su mano quiso aferrarse de mi hombro—. Ya tenemos suficientes pescaditos.
El abuelo, recostado sobre el pasto, mantenía una sonrisa que nunca olvidaré.
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Eduardo Poggi
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