Volvía en colectivo después de un día de tanto trabajo, en donde las cosas no salían bien de por sí, desde la raíz. Jugaba con el boleto entre mis dedos. Analizaba los números, calculaba matemáticamente con ellos, hasta me sentí triste por saber que una vez más no había sacado capicúa.
Al llegar a una parada anterior a la mía veo descender a una mujer gorda, ya de edad, con dos niños. El resto del pasaje permanecía sentado, ensimismado en sus pensamientos, divagando por sus mundos personales sin prestarle atención a nada, solo a lo puntual y de su interés: sus propias vidas. La mujer al llegar al último escalón aflojó su rostro un tanto fatigado y me miró directamente a los ojos. Miraba con ojos de luna: grandes, luminosos, expresivos. Comprendí en un instante que deseaba ayuda. De un salto del asiento me dirigí hacia ella, tomé primero a uno de los niños en mi brazo derecho, luego le di la mano al otro. El chofer del colectivo pisaba el acelerador, se podía sentir el nerviosismo de sus pies sobre el pedal, la impaciencia de su sistema nervioso, al igual que el resto del pasaje zombi, en el aire. La mujer gorda descendió el último escalón y parada sobre el cordón de la vereda abrió sus brazos y me recibió al primer niño. Luego al otro. Y se quedó allí, mirándome.
En un movimiento brusco que me tomó desprevenido el colectivo arrancó y choqué contra una de las barandas para sujetarse. Logré sostenerme gracias a un señor, de calvicie prominente, que sentado justo al lado de la baranda puso su codo para que no cayese sobre él y lo clavó justo en mi torso, a la altura de mi riñón. Duele, pensé, pero solo fue un pensamiento. Mientras el colectivo aceleraba más y más pude observar a la mujer gorda aún parada sobre el cordón de la vereda con los dos niños tomados de cada mano. Sus ojos de luna parecían seguirme, tal como los lobos siguen a la luna en noches abiertas.
Volví a sentarme en el asiento, nadie me miraba, todos seguían mirando al frente o por las ventanillas, como si nada hubiera sucedido. Metí la mano en el bolsillo del pantalón y saqué el boleto. Miré los números y comprendí que eran números de suerte. Cerré el puño y dejé el billete presionado en la palma de la mano. De algún modo, inesperado, claro, yo había despertado, había logrado ver aquellos ojos de luna que nadie más a mi alrededor se había percatado, pude ver un poco más allá de la gran somnolencia que siempre nos mantiene aletargados, y ahí estaba, la vida, con una de sus señales, tan viva y resplandeciente, tan ignorada por todos, llamándome.
Tomado del blog
"Las Colecciones del Literato"
El autor:
Miguel Aguilera
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