Vendía zapatos con una piedra minúscula al fondo de las suelas que,
al sexto paso, dolía como un pellizco horrible al comprador. Lo hacía
con minucia, maldad y una sonrisa que enseñaba doce dientes de arriba y
diez abajo. Vendía calzones que no eran calzoncillos con una minúscula
mancha de heces en el trasero porque él, las noches previas a la venta,
los había utilizado sin pudor. Lo hacía adrede, con intención y una
sonrisa que enseñaba doce dientes de arriba y diez de abajo. Vendía
calcetines con un roto diminuto a la altura de los dedos gordos del pie,
que al primer lavado se descosía hasta poder mirar a través de él. Lo
hacía en su mecedora, tranquilo, con unas tijeras afiladas y una sonrisa
que enseñaba doce dientes de arriba y diez de abajo. Vendía relojes de
pulsera de goma negra digitales de un solo color que perdía cinco
minutos de su hora exacta cada día. Lo hacía con maestría
desatornillando la tapa de metal y ralentizando el mecanismo con gesto
maquiavélico y una sonrisa que enseñaba doce dientes de arriba y diez de
abajo. Vendía imperfecciones en la esquina de la calle Rota, junto a la
Gran Vía de la Mentira, porque aquella noche no sonó el reloj en el
campanario, ni sonrió cuando ella le rompió el brillo de los ojos con un
beso en la mejilla y le susurró sin decir adiós,
“nada es para siempre”.
Tomado del blog:
El País de la Gominola
Acerca del autor:
Daniel Diez Crespo
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