Entrar en ese lugar desprovisto de algún sueño era sumamente peligroso. Lo pensó varias veces antes de decidirse a atravesar el umbral de la puerta que siempre estaba abierta. ¿El pie derecho o el izquierdo? El izquierdo estaba más próximo al escaloncito y preparado para subirlo. El derecho, un poco más atrás, se resistía. Bastaría con cambiar la posición, retroceder, poner los pies a la misma altura, cerrar los ojos y dejar que la voluntad decidiera. Estupideces, pensó. Sabía que no importaba el pie, que lo fundamental era que no había traído ningún sueño y que las excusas no se aceptaban. Tampoco tenía ninguna. ¿Cómo explicar que ya los sueños no habitaban su mundo, que lo habían abandonado y que él había permitido que lo dejaran? Sin embargo, se aferraba a la esperanza. Aún creía en los milagros. Pero claro, ese era su sueño. ¿Cómo no se había dado cuenta?
No supo cuando pasó del otro lado, pero de alguna manera, obedeciendo a un impulso ajeno a su voluntad, había pasado. Entonces volvió el terror, y ahora no era un terror intelectual, especulativo, el que nacía de la conjetura montada en algo que le habían dicho, que entrar en ese lugar desprovisto de algún sueño era sumamente peligroso. Sin embargo, estaba adentro, inmerso, sumido, enterrado. Ya no era cuestión de determinar qué pie iba primero y cuál después; ahora tenía que enfrentar la incertidumbre sin recursos, sin las armas adecuadas. Y lo peor de todo era que los sueños de los otros pululaban, se movían como serpientes erguidas, como babosas de cuatro dimensiones, como los zombies de esas películas que siempre se había negado a ver.
—No te preocupes —dijo una voz rugosa, llena de nudos—. Es un mito que haya que entrar a este lugar provisto de algún sueño.
—¿No? —Sin poder determinar de dónde salía la voz, aún obnubilado, hizo la pregunta y avanzó por un pasillo apenas iluminado. A los costados se movían formas sinuosas y lánguidas, y una cierta cantidad de tubos quebrados rodaban por una rampa interminable.
—No. Esto es un supermercado de los sueños. Aquí se venden los materiales para construirlos. ¿Te queda claro?
—¿Un supermercado? ¿Y con qué voy a pagar?
—Tu vida —rió la voz— es una tarjeta de crédito, amigo. La Empresa dispone de toda la eternidad para cobrarte.
Los autores: Maru Alzugaray y Sergio Gaut vel Hartman
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