—¿Te parece que escribir algo sobre la napia de Tartini puede generar entusiasmo en los lectores?
—Decime vos; sos el editor.
—¡Qué sé yo! ¿Y qué escribirías?
—No
sé, que tenía la nariz en gancho. En la estatua que hay en su pueblo de
nacimiento, Pirán, ahora en Eslovenia, pero él era veneciano ¿viste?
Ahí apenas se nota, pero no una paloma, sino una golondrina, aprovechó
el hueco para acolchonarlo con su saliva. Parece moco.
—¡Puaj! ¿Vas a escribir eso? ¡Estás con la nuca limada! ¿Desde cuándo las golondrinas tienen saliva?
—¡Menos mal que tu asco no es por los mocos! Por un momento me preocupé. Las golondrinas sí tienen saliva...
—Con los años que debe tener el estatua ahí a la intemperie es natural lo de los mocos.
—¿Vos
sabés que el bronce no tiene moco? —preguntó el escritor con una mezcla
de sorpresa, incredulidad y molestia anticipada por la vergüenza ajena
que sentiría al recibir la respuesta.
—¡Desde luego! —sabemos todo sobre los estatuas.
—Las...
—¿Las qué?
—Estatuas.
—Sí; eso dije. Los estatuas; esos extraterrestres.
—¿Cómo que extraterrestres, te volviste loco de remate? ¿Qué tenía tu café?
—¿Cómo que extraterrestres? ¿Y esto qué es? ¿Qué planeta...? —una mueca de horror se dibujó en el rostro del editor.
—¡La Tierra, boludo! ¿Qué te pasa?
—¿Cómo la Tierra? ¿No es Ganímedes?
…....................
—Y
ahí nomás —dijo el escritor a un oficial de policía—, sacó una especie
de celular, dijo algo en una lengua extraña, aparentemente muy enojado, y
desapareció. ¿Habrá ido, nomás, a Ganímedes, oficial?
El policía
se lo llevó detenido. Ya estaba harto de oír las mismas estupideces. La
Comisaría estaba llena de tilingos que decían lo mismo sobre el tal
Ganímedes.
Acerca del autor:
Héctor Ranea
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