Al abrir el ataúd de van Helsing salieron mosquitas blancas como de un paquete de espinacas. Muchas. Según el gordo Úcase fueron en números primos de bandadas numeradas según números primos fuertes. El petiso Flejes asegura que fueron números pares, que Úcase está simplemente atacado por la visión disminuida de los diabéticos o que tiene la lengua suelta de los cosacos. Cualesquiera de las condiciones lo anulaba al pobre de emitir opinión.
Mientras tanto, los insectos, porque de algún modo hay que llamarlos, se pusieron a dibujar en una alfombra color nuez clara con las patas enchastradas en miasmas cadavéricas. Del dibujo fue evidente que eran un conjunto de números primos y que van Helsing no había muerto, a pesar de la evidencia del cadáver.
Todo esto lo explicó bien el tuerto Fernandel Oblongo, que encontró viejos papiros del tiempo del avatar más conocido de Ñaupa, que relataban que los muertos que tenían la mosquita blanca estaban condenados a seguir viviendo.
A todo esto, van Helsing se preguntaba qué diferencia hubo entre morir hecho vampiro o como él lo había hecho, según los preceptos cristianos de la vida y de la muerte.
A lo que Fernandel le respondió:
—Monsieur, la diferencia es que si hubiera hecho la que quería el vampiro que hiciese, seguramente se habría divertido mucho más.
—¡Traigan el vampiro, entonces! —bramó el cadáver insepulto de van Helsing que, sin las moscas parecía una jalea de moco.
—Imposible, señor —le contestó esta vez el petiso Flejes—. Usted lo mató bien muerto, ¿recuerda?
Los insultos de van Helsing, mejor dicho de su cadáver no muerto, le pararon el corazón al gordo Úcase por un momento, despeinaron a Fernandel y casi lo liquidan al pobre Flejes.
—¡No mate al mensajero, maese! —gritó el sepulturero, aunque fue inútil. Las moscas son sordas.
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Héctor Ranea
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