“Tal tempestad es lo que llamamos progreso”
Work abrió la pesada puerta de hierro y comenzó a correr. Cualquiera que haya visto a un hombre correr en su vida, se daría cuenta muy fácilmente de que Work nunca se había movido tanto. Iba rebotando contra las paredes, entre apoyando su cuerpo agotado, escaso de fuerzas, y tomando impulso para seguir adelante. Sabía que lo estaban siguiendo; pero, si lo agarraban o no, ya no tenía importancia. Él estaba condenado, desde el día en que llegó a ese lugar lo supo.
Mientras seguía corriendo y se golpeaba con los muros, lisos y pálidos, recordó el día en el que lo llevaron allí. Los blancos y suaves brazos que lo cuidaron y lo alimentaron, el único contacto que tuvo con algo que no fuera él mismo durante sus primeros años, un día desaparecieron: cerró sus ojos y despertó allí, con los otros. Los otros que como él, parecían haber salido del mismo lugar, tan absortos, tan sorprendidos, tan desubicados. Work nunca dijo nada, no debía, no podía. Ellos sí hablaban, y su nombre era lo único que decían.
Al principio, cuando era chico, cuando estaba solo, ellos lo nombraban todo el tiempo; pero cuando pasó con el resto, con los otros, se dio cuenta de que algo no era como el creía: o todos se llamaban de la misma manera o había algo que realmente no comprendía; le era obvio que no eran todos iguales, no porque él supiera como era él mismo, sino porque los veía distintos a los otros, un otro distinto al otro, así que talvez, pensó, su nombre no era su nombre, quizá fuera algo más que eso. Él sentía que los otros pensaban igual, pero nunca lo dijeron, ni él lo hizo. Los otros no hablaban, era algo que tenían en común con Work, ni él ni los otros hablaban. Cada vez que quería articular algún sonido parecido al que hacían ellos, lo único que sentía en su garganta, lo único que salía de su boca era un tenue y vergonzoso murmullo. Y enseguida la reprimenda de ellos, por no estar haciendo lo que debía.
Entre el polvo, el barro y la oscuridad en la que vivían sumergidos casi todo el tiempo, él no veía grandes diferencias entre los otros. Sin embargo, ellos si eran distintos, a simple vista eran diferentes entre ellos, siempre hablaban, siempre estaban rodeados de luz. Siempre hablaban.
Work escuchó voces detrás de él, ellos estaban siguiéndolo y se le acercaban; apuró su paso, cada vez se le hacía más difícil moverse. Veía, ahora, claramente lo que era. Encontró en su camino a otro, parecido a los otros con los que había estado antes. No se asustó, aun cuando el otro se acercaba de la misma manera en que él se le acercaba, tan rápido, tan lento. Llegó a solo unos pasos del otro, lo vio bajo la blanca luz que lastimaba sus ojos, que los quemaba, que quemaba su piel. Alzó su brazo, abrió su mano y estiró sus dedos y comprendió que ese otro, no era otro más que él mismo. Tocó con la punta de sus dedos la fría pared en la que él estaba y se miro la mano, el brazo, se vio por primera vez el rostro y no comprendió lo que veía.
Work escuchó los pasos detrás de él, cada vez más cerca, los sentía ya sobre él, tocándole la espalda, golpeándolo como lo hacían casi todo el tiempo, mientras le hablaban y lo nombraban. Corrió, siguió camino por el pasillo y no se cruzó más a sí mismo, la incomprensión de lo que era, de lo que había visto, le hacía sentir que no quería volver a verse, ni él ni a los otros, nunca más.
Llegó a otra puerta y la abrió, entró al pequeño cuarto y la cerró rápidamente. Cerró sus ojos y apoyó su espalda sobre la puerta, fría, como las demás puertas, como los muros, como todo lo que lo rodeaba.
Abrió sus ojos y vio algo que nunca había visto, estos últimos minutos de su vida habían sido tan perturbadoramente sorprendentes, había vivido en estos minutos lo que sentía, no había vivido en toda su vida. Vio la nada y la luz, mezcladas en un mismo horizonte. Vio el frío gris, del que sentía, había salido, pero ahora de otra forma, distante, fuera de su alcance. Y la vio.
El blanco que ya conocía, pero el verde, el azul y tantos otros colores que nunca había visto en su vida, tan hermosa, tan enorme, tan frágil, allí colgada de la nada, frente a él, frente a todo. Bajó la mirada y el gris le causó repulsión, sintió el asco en su estómago, en su boca, en todo su ser, no lo podía ver.
Subió la mirada y la volvió a ver, tan hermosa, tan preciosamente magnífica.
Los escuchó a ellos, abriendo la puerta detrás de él, pero seguía viéndola, su mirada, su mente, su ser estaban enfocados en ella, solo en ella, no podía concebir otra cosa que acercarse a ella, tocarla. Mientras que los sentía detrás de él, mientras la veía frente a todo lo que había, abrió la puerta.
El silencio y la nada invadieron la pequeña habitación y ellos se callaron, finalmente se callaron. Sintió que todo lo que había sucedido antes ya no estaba, que solo ella estaba. Esa cosa, colgada de la nada, tan luminosa, fue lo último que vio, lo último que sintió.
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Esteban Bellotto
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