miércoles, 30 de marzo de 2011
El fin de la soledad - Néstor Darío Figueiras
Las tres de la mañana, y el maldito colectivo no viene. Hace una hora que lo esperas bajo la garúa fría que no cesa. Como todas las noches, lamentas que esta calle sea tan solitaria. No dejas de vigilar el manicomio que domina la cuadra, al otro lado del pavimento. Una sirena a lo lejos… No parece una ambulancia. Piensas que es un patrullero que ronda por ahí, en busca de violadores o ladrones. Pero sabes que lo más probable es que los oficiales estén forzando a algún travesti, amenazándolo con encerrarlo si no les hace un “completito”.
Como todas las noches, los gritos escalofriantes de los locos del manicomio te recuerdan que no debes dejar de vigilar. Has oído las cosas que se cuentan de ese lugar… Aterrada, vuelves a atisbar las innumerables ventanas que titilan en la mole de cemento mohoso. Son como ojos luminosos. Nuevamente otro grito. Y otro. Te percatas de que las luces mortecinas merman con cada alarido, como amagando un apagón. Pero sabes que la causa de esos gritos eres tú, y no el electroshock.
En medio de la llovizna barrosa, que telegrafía señales secretas sobre el techo de chapa de la parada, se impone un ruido de vidrios rotos. Entonces una sombra desaforada se echa a correr por el parque de la clínica siquiátrica. Grita diabólicamente mientras se dirige hacia la calle. Te estremeces. Entonces ves el resplandor de las luces del colectivo por el rabillo del ojo. Tu salvación. Levantas la mano, desesperada, como si pudieras apurar su andar tardío de trasnoche. Aunque hace un guiño con las luces, parece que no va a llegar a tiempo. El crescendo de la alarma aumenta a niveles insoportables. Las corridas se multiplican sobre el césped resbaloso. Los guardias amodorrados gritan y tratan de alcanzar inútilmente a la bestia alucinada, que ahora está saltando la verja. Una vez en la vereda, te clava una mirada feroz. Escuchas que el colectivo ruge, apurando el motor. Sigues con la mano extendida, temblorosa y apremiante, pero ya es tarde. La luz halógena de la calle descubre a tu cazador, que jadea y babea asquerosamente. Ves su rostro lastimado, y, en el torso desnudo, las costillas moreteadas, la piel quemada. Te preguntas como es posible que esos locos de mierda siempre adivinen tu presencia, y aunque estás paralizada, empiezas a temblar sin control.
La bestia se abalanza hacia ti, con las manos prestas a romperte el cuello. Entonces el colectivo, irrefrenable y mortífero, la intercepta en la mitad del asfalto, golpeando su cuerpo magullado. El ruido a huesos rotos, sordo y fuerte, se transforma bajo las ruedas en múltiples chasquidos y crujidos. Luego, el chirrido largo y humeante de los frenos. Los gritos de guardias y enfermeros se pierden en el ulular oscilante y estrepitoso de la alarma del manicomio. La llovizna implacable va arrastrando lentamente la sangre del cuerpo destrozado hacia las alcantarillas. Esa sangre impía hace que vomites entre espasmos y cólicos agudos. Bilis y jugos gástricos, nada más, porque no te has alimentado bien últimamente.
Tú, muerta de miedo, y el chofer, imperturbable y paciente, se dejan llevar dócilmente a la comisaría, y prestan declaración ante los oficiales haraganes e ineptos. Te sorprende que no se molesten en verificar las identidades de ambos. Te asombra que basten tu asustado “nada más esperaba el colectivo, fue todo tan repentino que no pude ver bien lo que pasó” y el seco “no los vi, ni al loco ni a ella” del chofer ojeroso. Sólo cuando se les permite irse reparas en su extrema palidez, en su andar sigiloso y en las uñas de sus manos, largas y afiladas. Ya en la calle, donde agradeces que a las cinco de la mañana la oscuridad morosa de las noches invernales se resista a irse, te guiña un ojo, como dos horas antes lo hiciera con los faroles.
—Eres nueva, ¿no? Te he observado durante las últimas noches, cuando subes al colectivo...
Intentas decirle que no sabes de qué está hablando.
—No te preocupes, todos tuvimos miedo al comienzo. Supe que iba a matarte, por eso lo atropellé. Algunos dementes intuyen nuestra presencia y son compelidos a destruirnos. Si no aprendes a usar tus poderes no sobrevivirás. ¿Cómo crees que nos zafamos de la policía? Y búscate un empleo nocturno. Es lo mejor. En mi caso es fácil, los pasajeros casi siempre están adormilados, drogados o borrachos, y no oponen resistencia cuando los muerdo…
Mientras se despide, algo que creías perdido para siempre se agita donde alguna vez latió tu corazón: la esperanza. La sonrisa te dura incluso cuando bajas la tapa del ataúd y te sumerges en las sombras; porque sabes que nunca más estarás sola, y eso aleja todos los temores.
Arena - Fernando Puga
El faro que desde lo alto socorre a los perdidos. La nena que juega en la playa. La familia que levanta campamento y se va al atardecer. La nena que allí queda, olvidada en la arena mojada al borde de la espuma. Entretenida con su balde y su palita, construye un castillo con túneles, almenas y puentes levadizos. Sueña. Se distrae.
Cae la noche. Sólo la luz del faro parpadea. La nena se acomoda entre la arena y la arena le improvisa una cama exacta para ella. La nena se duerme en el patio del castillo que construyó en la arena de la playa, junto a la espuma del mar.
Vienen las olas. Se acercan, se alejan. Cada vez se acercan más de lo que se alejan. Rozan la muralla del castillo. La desmoronan. Con su espuma inundan el recinto donde duerme la nena y la hacen reír con sus cosquillas. La nena se despierta y se pone a conversar con el arrullo de las olas. La risa de las olas es la risa de la nena que va hacia lo hondo.
Los ojos abiertos del mar se sobresaltan con la música que las olas traen desde la playa. Se abren aún más. Esos ojos se cuentan la sorpresa de la risa y se contagian. Encantados, nadan detrás de las campanas que agitan las aguas donde moran y llegan a la orilla. Abrazan a la nena, la acarician. La invitan a viajar a lo profundo y ella va y lleva con ella sus sueños de princesa.
Por la mañana, sólo gotas de luz sobre la arena.
Un pedazo de cielo para Río – Héctor Ranea
Hacía unos años había pasado por el lugar y me había llamado la atención el cartel. Ahora se notaba bastante cambiado. De rancho, la residencia donde se mostraba había pasado a una hermosa residencia de clase media adinerada y el cartel, escrito en aquellos días con desprolijidad y faltas de ortografía, ahora tenía toda la tecnología de un marketing de última generación, aunque era evidente que se pretendía mantener lo que en el mundo de los negocios se denomina perfil bajo.
Ahora el cartel decía: “Se hacen pozos, también a domicilio”.
Fue un impulso. Al pasar por ahí, decidí bajarme del bondi en 122 y 32, al ver que seguía ahí. Aproveché un carnet viejo de periodista de la revista “Pulgas en el diván” que había fenecido hacía un lustro para solicitar una entrevista con el CEO, el Gerente o el dueño.
Luego de una espera no muy larga, se me apareció un señor de cierta edad pero en buena forma, presentándose como “todas esas cosas juntas” y me preguntó sin preámbulos si buscaba sus servicios u otra cosa.
—Mire; la verdad es que venía a hacerle un reportaje para mi revista.
—Nunca di uno. En todos estos años.
—¿Con semejante actividad nunca nadie lo entrevistó?
—Para nada. Y; ¿sabe? Pozos hoy en día hace cualquiera.
Supuse con vanidad que nadie había notado el desajuste ortográfico y que el dueño estaba callando lo más importante.
—Si; será así. Pero ustedes dicen que hacen pozos también a domicilio, lo que implica que… —No me dejó concluir la frase, me indicó con un gesto que pasara a una oficina especial con el letrero de “El orden se deriva del progreso y viceversa. Mantenga el archivo ordenado”. Al cerrar tras de sí la puerta me ofreció asiento a su lado y me dijo:
—¿Sabe qué pasa? Hay empleados nuevos… ellos no saben todavía.
—Pero es tan evidente… ¿Cómo es que no…? —Me hizo el gesto de callar.
—Mire. Nosotros empezamos como todos en esta zona a hacer pozos para el agua, para molinos, para pozos ciegos. Entonces mi viejo, un ucraniano venido con una mano adelante y nada más, porque ni para la mano atrás le alcanzaba, un día vino a contarnos a mis hermanos y a mí que había inventado un pozo que se podía hacer en casa y transferirlo a cualquier lado. Para ponerlo en práctica, nos mudamos a esta zona, cerca de la costa del río, donde el suelo es más receptivo. Ahora hemos logrado mejoras. En fin. Mi padre nos hizo estudiar Ingeniería a mis hermanos y a mí para poder sacarle más jugo al invento. Nos hemos diversificado y…
—Perdón. Usted acaba de decir suelo receptivo. ¿Qué quiere decir?
—Mire. No estoy autorizado a decirlo. Preferiría, de hecho, que saque eso si lo tiene grabado. Forma parte del secreto de la patente, ¿sabe?
—Ningún problema.
—Entonces con ellos empezamos a ampliar el negocio. Casi fue algo fortuito, si quiere.
—¿Cómo?
—Y, un día, al ir a colocar un pozo, encontramos restos humanos, porque el sistema es predictivo. ¿Sabe? Y entonces anunciamos a la policía. Vinieron los forenses y resultó un homicidio de muchos años de antigüedad pero identificaron cadáver y homicida. Lo interesante es que nos empezaron a contratar para eso. Después vinieron del Museo. Ése -del Bosque, ¿vio? —Asentí con la cabeza— y nos contrataron discretamente para ir por la Patagonia buscando dinosaurios con un programa de hechura de pozos virtuales que había desarrollado el hermano menor, que siempre anda con computadoras… cosas de jóvenes.
Hice una pregunta tácita con mis cejas.
—Y descubrimos muchos dinosaurios. Muchos, realmente. Pero lo mejor fue nuestro primer pozo de petróleo. Ahí nos consagramos. —Se acomodó en la silla que parecía chica para él. —Nos consagramos. Vino una petrolera y nos compró ese paquete tecnológico a un precio que no puedo revelarle, pero que hizo que nuestra vida cambiara para siempre.
Mis ojos no cabían en mi asombro.
—Por supuesto que nos exigieron confidencialidad y secreto. Se imagina. Millones. Millones. Pero muchos… muchos millones. —Se quedó pensativo unos segundos —Por suerte no se nos subieron a la cabeza y seguimos apostando al trabajo y la innovación tecnológica. Producir pozos a ese ritmo y con ese nivel de exigencia –imagínese que los pozos de petróleo son de más de ocho kilómetros en esa zona, señor– requería que trabajásemos duro y parejo a pesar de tener dinero como para dejar de trabajar por diez generaciones. Pero preferimos hacer nuestro trabajo pensando que es salud. —Asentí con la cabeza. Él siguió: —En cuanto hicimos eso con petróleo y gas en tierra, vinieron los pedidos de esa compañía para hacerlo en el mar. Ya el suelo no es más receptivo por esa región, por lo cual tuvimos grandes problemas, pero nos fue bien. Hasta que un empleado infiel vendió el secreto a otros poceros. Pero en forma muy pública. ¿No recuerda el caso? Fue allá por el setenta y nueve.
Me encogí de hombros…
—¿Sabe qué? En esos años no estuve por acá…
—¡Ah! Bueno. Esa maniobra de traición nos obligó a trabajar en otras áreas.
—¿Qué hacen ahora?
—Ponemos pedazos de cielo en algunas ciudades.
—¡Eso es genial! ¿En qué andan?
—En Río quieren un cielo con menos nubes. Como en la pampa.
—¡Maravilloso, alucinante!
Me fui lleno de alegría. Me imaginaba poniéndole cielos a las ciudades que más conocía y estaba extasiado. Pero después supe que el señor con el que hablé es un fabulador. Su padre venía de Armenia, no de Ucrania. Los dinosaurios no fueron más que tres y cuando hacían los agujeros en su casa, la mayoría de las veces tenían problemas de humedad. No todas eran rosas como las pintaba ese CEO de pacotilla.
Publicado en: Agitadoras
Frío – Claudia Sánchez
Ella sabía que ese espejo era un portal de entrada a otra dimensión. A veces, mientras se miraba en él, percibía como una onda a sus espaldas, como una ráfaga que quitaba el polvo de las cosas y dejaba todo más brillante.
Nunca se había animado a tocarlo, pero podía sentir un calor que emanaba de él al acercar sus manos. Curiosa por naturaleza y atenazada por el duro invierno y el hambre de la guerra, decidió probar mejor suerte cruzando al otro lado.
Primero probó con una mano, que retiró rápidamente comprobando que había tomado un leve color rosado y estaba tibia. Pensó que en aquel lugar definitivamente no hacía frío y seguramente tendrían comida. Cruzó de un salto.
No podía definir el lugar, pero allí no tenía hambre, ni sed, ni frío. Solo una sensación de paz y bienestar. Al volverse hacia el espejo, le asombró ver a una niña parecida a ella dormida en el suelo, cubierta de escarcha.
lunes, 28 de marzo de 2011
Prescripto – Héctor Ranea
Todos estos eventos de zombi de la última semana me hacen acordar a un colectivero que manejaba el 18 en la antigua ciudad de La Plata. Cuando íbamos llegando a Estación Ringuelet después de la medianoche, sacaba la escoba y se ponía a barrer el bondi con tanto ímpetu que le sacaba viruta al acero. A él esas virutas se le incrustaban aún candentes en los ojos y con los hongos dejados por los pasajeros durante el día se fumaba. Pero: ¿quién manejaba el vehículo durante esas cuadras que el chofer abandonaba el volante y nos llenaba de horror a los pasajeros? Algunos vimos sombras al volante, otros nada. Más de una vez amanecimos en una zanja bastante estroladitos, con sangre en la napia y algún hueso magullado. Los doctores no podían entender por qué nos faltaba el cerebro casi siempre. Todo anduvo bien hasta que se cansaron de hacernos transplantes por izquierda, haciéndolo pasar por abortos espontáneos, pues los inspectores de la obra social sospechaban de masculinos que tuvieran tanto rechazo fetal. Esto es algo que nunca había contado porque recién ahora entró etapa de prescripción el delito de perjurio de los médicos que nos sacaban a la calle con cerebros nuevecitos.
The end - Néstor Darío Figueiras
Tanto trastear con virus letales, y aquí estamos… La guerra biológica concretó una de las pesadillas más recurrentes del cine gore. Ahora vagamos entre las ruinas de la ciudad devastada. El hambre hace que desconfiemos unos de otros: no se comparten ni la comida ni su localización. Si nos topamos en la calle, nos golpeamos hasta caer rendidos, aunque no podamos volver al sueño del que nos han despertado las cepas mutadas.
Pesadilla viral - Javier López
Pesadilla viral
En muchas de nuestras peores visiones apocalípticas, la Tierra era arrasada por un virus altamente contagioso para el que la Humanidad no estaba preparada. Ya contábamos con la experiencia de que, un par de siglos antes, los virus que provocaban inmunodeficiencia y las zoonosis pudieron haber acabado con nosotros.
Los vecinos – Claudio Leonel Siadore Gut
La carnicería estaba colmada de vecinos, era navidad, la época de buscar encargues y pagarlos. La música de siempre sazonaba la espera: quejas, gruñidos, suspiros y la risa de Cacho, el carnicero, por sobre todas las cosas.
Los zombis - Alicia Elena Diez
Planearon su luna de miel en Isla Negra, amorosamente y en cada detalle. Les había gustado la idea de ir a esa isla perdida, lejos del ruido de las ciudades, sin siquiera luz eléctrica… se soñaban abrazados bajo las estrellas, con el mar ronroneándoles en los oídos. Acababan de llegar en una avioneta privada que los trasladó desde la última ciudad del continente; nadie fue a recibirlos, pero lo cierto es que en el lugar sólo había unas pocas cabañas con techo de paja, de cara al mar. Un hombre sentado bajo una palmera armando un cigarro les indicó cuál era la que les correspondía sin levantar la cabeza. Ya les habían advertido que los nativos eran poco comunicativos, pero eso no era algo importante para ellos en esas circunstancias.
sábado, 26 de marzo de 2011
Reporte- Jorge Sánchez Quintero

Los epagómenos - Sebastian Chilano
jueves, 24 de marzo de 2011
Mala racha – Héctor Ranea
Lord Marmot quedó de una pieza. Después de tantos años de terribles sospechas y falsas expectativas, finalmente se había decidido rentar los servicios de Ms M, la vidente y tuvo un destello de verdad iluminando su rostro, de tal suerte que en mejores circunstancias hubiera sido confundido con haber visto la faz de algún Dios. Pero las buenas noticias, como siempre, lo habían abandonado y esta vez definitivamente.
Consiguió de la vidente M saber que, en sus vidas anteriores, también tomó malas decisiones. Abandonó a su Rey durante la Primera Cruzada por una colitis abrumadora, dejó a Alejandro de Macedonia para seguir con Aristóteles estudiando la Metafísica, uno de los errores más grandes del griego, dejó los estudios con Einstein porque criticó su forma de sonar la quinta sonata para violín solo de Bach, escarneció a Freud durante un viaje en tren hacia Paris, le mintió a Churchill sobre el bombardeo a Coventry (lo que, incidentalmente, significaba que siempre moría bastante joven), no quiso ser comandante de la primera expedición de Colón, tuvo miedo a la hora de sacrificar un niño en Chichén y los otros sacerdotes lo castraron con una concha desafilada, en fin… errores de evaluación que se repetían hasta la remotísima era anterior a los homo sapiens sapiens.
La vidente lo miró con evidente pena, pero él no hizo caso a su gesto y justo estornudó cuando ella desnudó sus pechos sanadores, que anticipaba sanación para esta vida, las anteriores y las posteriores y, se sabe, no se puede estornudar con los ojos abiertos. Claro, un evento así ocurre una vez cada mil años. Definitivamente, Lord Marmot se consideraba con justicia un pánfilo irremediable.
Fantasía oscura IV - Cristian Mitelman
En el vagón de un subte el hombre encuentra una carpeta de tres solapas. Calcula que algún estudiante la habrá olvidado.
Es curioso. Al abrirla contempla dos páginas transitadas con nerviosa caligrafía. Le cuesta leer con fluidez, pero se acostumbra y, para su sorpresa, da con el inicio de ese relato que ha intentando escribir durante años. Todo vive allí de un modo tan perfecto como malicioso: los detalles de los primeros párrafos serán de absoluta importancia en el desenlace. No importa quién escribió eso: lo ha olvidado y le pertenece.
En casa se dispone a cerrar el cuento. Lo intenta dos veces y fracasa. ¿Qué importa? Dispone de una vida para seguir buscando la salida exacta que corresponda a ese comienzo único.
Dos años después el hombre está agotado. Piensa en las miles de hojas que ha escrito; piensa en las crisis de nervios que debió padecer, en el consumo de ansiolíticos y en la degradación inexorable en la que sumió a su familia.
Deja la carpeta en un vagón de la misma línea de subtes y huye. Ni siquiera derrotado se siente libre: volverá intentarlo esa noche y mil noches más, en la miseria de aquella pensión a la que ha ido a parar como muchos de los que perdieron su lugar en la trama del mundo.
La próxima luz - Stefano Valente
El sacerdote se miró la cabeza reflejada en el espejo opaco y agrietado. Torció la boca con un “mmmm…” de desaprobación. El viejo reloj de pared parecía espiarlo desde la humedad filtrada de los muros, silencioso, el segundero roto que hería imperceptiblemente un vacío siempre igual.
La mano rugosa se deslizó viril sobre la cúspide de la cabeza, encontrándose con una corta, hirsuta vellosidad. Después abrió un cajón detrás de otro, hurgando en las diferentes ausencias de cada uno, hasta que sacó una pequeña lata de metal. Rápidamente, con los ojos puestos en el reloj, el padre vació el contenido invisible de la lata sobre el cráneo y esparció las bacterias sobre la cabeza, con meticulosidad, pasando los dedos sobre la sien hasta la oreja y la nuca.
Los pequeños organismos mutantes habían hecho su trabajo y ya estaban muertos cuando el sacerdote, la estola sobre la espalda, pasó a la capilla adyacente, calvo y brillante como alabastro. Los únicos tres videos encendidos brillaban intensamente entre los otros, tres parpadeos, tres ojos abiertos de par en par en medio de una platea de ciegos. Podía parecer normal para una función matinal en plena semana. Las tres mujeres estaban en ese momento de pie y, con el típico video mal sincronizado, miraban delante de ellas, aunque las pantallas estuvieran en posición periférica y no en dirección al altar.
“El Señor esté con vosotros…”
“… y con tu espíritu”, respondieron al unísono las voces, zumbando. Las imágenes vacilaban ligeramente con el timbre más bajo.
El cura continuó la celebración como lo hacía siempre: las mismas pausas, las mismas palabras, las mismas entonaciones. Sólo en una lectura, durante la homilía, alteró un poco el volumen de su voz: una sutil, casi imperceptible alteración, que sin embargo le agradaba muchísimo.
Una vez terminada la misa se palpó complacido la cabeza con la palma de la mano, mientras un rayo de sol penetraba violentamente por la tronera en forma de ventana. Casi una mirada. La mirada del Señor. Sonrió satisfecho, sintiéndose en ese momento más cerca que nunca de Dios.
Luego giró hacia el altar y tomo el control remoto. Lentamente, una pantalla a la vez, pausó y rebobinó las tres cintas. Una de ellas amenazó con atascarse y romperse como, de misa en misa, lo habían hecho las otras, los ojos apagados de la asamblea; después se desbloqueó, con un crujido metálico, mientras la mujer con el rosario en la mano se levantaba y se sentaba neuróticamente.
El sol se desvaneció de repente y la oscuridad cayó súbitamente en el pequeño y húmedo lugar consagrado. El sacerdote se puso la máscara, corrió hacia la puerta y la abrió: a través del hollín perenne de los pozos que quemaban logró ver la silueta del avión que se alejaba rápidamente, rompiendo el horizonte con un estruendo, y dejaba atrás el tenue relámpago de la ojiva apenas descolgada.
Con tristeza, con decepción, se dio cuenta cuál era la fuente del resplandor, de aquel “rayo de sol”, que unos minutos antes había sido el pequeño asentamiento que lo abastecía de provisión y cultivos bacteriales de múltiples usos. Allá abajo vivió alguna vez un hombrecito que sabía de videos y de cintas.
Volvió a entrar. Se quitó la máscara, intentando no poner los ojos en la parte posterior de la pantalla: desde atrás era todavía más triste. El brillo pálido de la ciudad que quemaba a lo lejos hacía vibrar por un momento las sombras irregulares de las paredes agrietadas. Luego, nada más.
El sacerdote se arrodilló ante el altar y dio las gracias al Señor por su iglesia, por los fieles que aún le concedía. Entonces escuchó claramente, en el centro del pecho, el calor de la próxima luz, del último rayo de sol, cuando finalmente se habría perdido en la encandiladora mirada de Dios.
Traducido por Alejandro Ramírez Giraldo (Colombia)
La gotera - Martin Rabaglia
Nadie la vio. Una pequeña gotera en el túnel de subte comenzó a escupir agua. Lenta y sigilosamente, litros y litros de agua comenzaron a dominar el subte, primero algún pequeño charco, luego algunos metros, después el túnel y por último la estación. Ni los pasajeros ni los empleados de la empresa encargada del subte se dieron cuenta a tiempo de lo que estaba ocurriendo. Simplemente, cada vez que el subte llegaba a la mojada estación... algunos se ponían sus botas, otros sus paraguas y algunos sus impermeables... Ya en las últimas épocas, la gente vestía equipos snorkels muy caros lo que hacía que poca gente tuviera la gracia de poder transitar por la estación. Pero no era problema... algunos se bajan una estación antes o una estación después... pero NUNCA se cerró esta estación... Al día de hoy... miles y miles de usuarios pasan por ella... pero nadie se dio cuenta de esta pequeña inundación. Desde hace ya 20 años que esta estación se encuentra bajo el agua y que nadie, absolutamente nadie... puede acceder a ella. Quizás Si alguien la hubiera visto a tiempo... podría haber evitado semejante catástrofe. Pero obviamente, todos ellos se encontraban demasiado ocupados en sus agendas o en su cansancio para reparar en las pequeñas cosas... que pueden llegar a distorsionar completamente... cualquier pequeño evento tan… normal.
Tomado de Cuentos cortos para gentes normales
Paco en el metro – Raquel Castro
Paco entra al metro y se sienta. Frente a él viaja una mujer elegante. Sube un jonki con la pierna gangrenada. Paco mira los agujeros de la pierna, la carne que falta... El jonki se para frente a Paco. Huele mal. Y pide. Le pide a Paco en voz bien alta, con la palma de la mano, con la pierna gangrenada y maloliente y a un paso de las narices de Paco.
Un tacón golpea el suelo. La mujer elegante se ha levantado. Ha pegado un taconazo en el suelo. Y el mendigo gira y se la encuentra. Paco también la mira, pero no entiende nada. El jonki agacha la mirada, intenta alejarse un poco... Paco sigue perplejo, mirando a la mujer elegante y la mujer elegante atiende a la entrada en la estación. Se abren las puertas del vagón y la mujer se dispone a salir y el jonki también, pero le cede el paso. Se cierran las puertas y el tren avanza y Paco observa a la mujer que también avanza por el andén y luego se pierde.
martes, 22 de marzo de 2011
Corazón – Claudia Sánchez

Estaba arreglándose el pelo frente al espejo del baño.
Una radio sonaba en la habitación de al lado. "Yo no sé lo que me pasa cuando estoy con vos, me hipnotiza tu sonrisa, me desarma tu mirada, y de mí no que ...da nada, me derrito como un hielo al sol…"
De pronto los recuerdos inundaron su mente y sus ojos. Esa vieja estrofa escuchada en el contestador telefónico de su departamento de soltera, cuando llegaba de un día de trabajo agotador, le renovaba la alegría de vivir. Sin querer, hacía una retrospectiva de cuánto había pasado en tanto tiempo. De cómo había cambiado su vida ése que se comportaba como adolescente para conquistarla.
"Yo no soy tu prisionero y no tengo alma de robot, pero hay algo en tu carita que me gusta, que me gusta y se llevó mi corazón, se llevó mi corazón, se llevó mi corazón, se llevó mi corazón."
La música se detuvo, al igual que ella frente al espejo. Fue entonces cuando lo comprendió. Sin pensarlo, tomó la hojita de afeitar que aún conservaba de su difunto marido y empezó a destruir la prueba del delito. Comenzó a tajear su rostro, centímetro por centímetro. Nadie más moriría por su culpa. Nadie más.
Claudia Sánchez
Ilustración: Tres (detalle)
Marco Maiulini.http://www.flickr.com/photos/marcomaiulini Todos los derechos reservados.
Reproducido por gentileza del autor.
La caracola - Daniel Frini

El mar estaba tranquilo, el sol de marzo apenas tibio, la arena limpia y solitaria y soplaba un suave viento del este.
Vi la caracola ―una strombus gigas— desde unos treinta metros. Era hermosa y una buena decoración para nuestra casita de verano. La levanté y, como hago desde niño, la llevé a mi oído para escuchar el mar. Me llegó la cadencia de olas antiguas y lejanas. Pero esta vez había algo más: un murmullo apagado que sólo logré descifrar cuando tapé mi otro oído. Una voz humana
―¡Sollievo! ¡Aiuti! —decía. Y agregaba palabras que no pude entender.
La llevé y se la mostré a mi esposa, que se sonrió descreída; pero luego abrió grande sus ojos, atónita.
―¡Sollievo! ¡Aiuti! —oía, con más claridad en la casa silenciosa; pero aún sin entender el resto.
Y allá está, en una repisa de nuestra casita. Mensaje de algún italiano náufrago desde hace quién sabe cuántos años, esperando un rescate que nunca llegará porque no entendemos qué dice, además de pedir socorro y ayuda.
―¡Sollievo! ¡Aiuti!
A veces, cuando la noche es silenciosa, lo escuchamos desde nuestra cama con cierto fastidio que alguna vez fue impotencia.
Hemos pensado en deshacernos de la caracola.
Daniel Frini
Ilustración: Dos (detalle) Marco Maiulini. http://www.flickr.com/photos/marcomaiulini
Todos los derechos reservados.
Reproducido por gentileza del autor.
El hijo de Colón - Fernando Puga

Con la mirada perdida, Diego espera sentado frente al mar.
Dice su padre que La Tierra es redonda y que una de las maneras de comprobarlo es que cuando un barco se acerca lo primero que vemos es la punta del mástil asomando en la distancia. Luego lentamente se completa su figura de arriba hacia abajo. Lo último que se ve es la quilla y la mar hamacándola.
Diego necesita pruebas; es difícil creer en su padre. Vio los gestos que hacen los chicos del pueblo cuando lo ven pasar. Murmuran. Dicen que está loco. Y lo que es peor: Que se opone a los sabios del monasterio y cuestiona las creencias de la gente al dudar de las sagradas escrituras. Ya hay quienes quisieran verlo muerto.
Mientras otea el horizonte con el catalejo que le obsequió su padre al cumplir diez años, su mente se debate entre la ciencia que podrá ser y el mito que es. Entre un mundo de preguntas y descubrimientos y otro de verdades reveladas que dan cuenta de todo. Entre la inquietud y la cómoda certeza.
Columpiándose pausadamente, Diego rumia su malhumor en la placita que está frente a su casa en el barrio de Mataderos. Su padre acaba de castigarlo por algo que él no hizo y además no era para tanto. No se fue de casa sin permiso, él avisó. Lo que pasa es que su padre nunca escucha.
La modorra que lo envuelve entre los árboles a la hora del crepúsculo dispara sus pensamientos en otras direcciones y sin darse cuenta se apacigua su espíritu rebelde. Balancea un poco más la hamaca para sentir el aire sobre el rostro y el vértigo del vaivén. El viento aprovecha para llevarse la desazón. Diego mira el cielo y las nubes rosadas de la tarde lo transportan a otros tiempos, otras vidas, otros hombres, y se olvida por un rato de su padre.
Nuevamente se halla sentado frente al mar de plata que lo separa de Las Indias, como afirma don Cristóbal cuando habla sobre la redondez del planeta, o del infierno habitado por tortugas gigantes, dragones y quimeras; esas bestias fantásticas que sostienen la Tierra plana como un plato, desde que el mundo es mundo, como dicen los sabios del pueblo. Nuevamente a la expectativa… Queriendo abrir el horizonte con los ojos.
A lo lejos se empieza a dibujar el extremo del palo mayor de un viejo bergantín.
Fernando Puga
Ilustración: Tres (detalle) Marco Maiulini. http://www.flickr.com/photos/marcomaiulini
Todos los derechos reservados. Reproducido por gentileza del autor.
domingo, 20 de marzo de 2011
Sótanos, áticos y depósitos - Adriana Alarco de Zadra
Es muy triste que ya no existan los sótanos, áticos y depósitos en las antiguas casas familiares. Recuerdo que cuando era niña vagaba por esos lugares buscando tesoros, como podían ser anti ...guas monedas, tapas doradas de lapiceros de tinta, discos de la vitrola con manizuela, baúles llenos de ropa de terciopelo y encaje, cartas desteñidas por el tiempo y el aire salado de los barcos. Así también, cintas separadas en cajas, como largas o cortas y esas últimas servían para adornar a mis muñecas.
Una vez encontré un espejo de marco dorado con un fantasma al fondo que me conversaba. Traía un pañuelo bordado con manchas de rouge y de vino tinto, como triste recuerdo de la última fiesta a la que asistió. Lo reconocí luego entre los retratos oscurecidos de personajes atemorizantes que se guardaban en el ático. El fondo mostraba un cielo tempestuoso y un paisaje demasiado alucinante para ser real. Los relatos de viajes y aventuras de mi amigo del espejo, llenó mi imaginación de fantasía desde muy tierna edad. Entonces no existía el televisor y yo pasaba horas delante del antiguo espejo escuchando sus historias.
Hoy, cuando veo que se botan a diario los lapiceros, los pañuelos, o se cambian los celulares, las casas y hasta las parejas cada año, me pregunto ¿adónde va todo eso? ¿Y las personas olvidadas, se esconderán en los espejos? Por las dudas, nunca dejo de atisbar los reflejos en cada uno de ellos que veo, porque quizás pueda encontrar otra vez al fantasma de mi niñez para agradecerle por las horas encantadas que pasó conmigo y decirle que yo sí lo recuerdo con cariño.
Búsqueda del sucesor - Christian Lisboa

El maestro debía encontrar al hombre, al único que podría reemplazarlo. El tiempo se terminaba, pues eran los últimos días del imperio. Puso sus pocas pertenencias en una mochila y comenzó a recorrer el país. Después de conocer a muchos hombres, conoció a uno y le preguntó:
-¿Por qué lees?
El interpelado bajó los ojos y con un hilo en la voz respondió:
-“Leo para aprender de todos los que han vivido y conocido antes que yo”
El maestro le dio las gracias y siguió su camino. Pasó el tiempo, más de un año, antes de encontrar al segundo.
-Hombre, ¿por qué lees?, le preguntó.
El individuo levantó el rostro con una mirada arrogante y dijo:
-“Leo para encontrar los números que son la llave de las ciencias, la explicación de todo lo que existe”
El maestro continuó su camino sin mirar atrás. Meses después, mientras bebía, halló a uno que lo miró con los ojos llenos de estrellas cuando le dijo:
-“Leo para tejer una telaraña de olvido sobre la maravilla que es el universo del hombre y las pequeñeces que el hombre hace”
El maestro amó a ese hombre, pero no lo escogió. Eran los últimos días. Estaba cansado y se sentía enfermo. Había recorrido todos los caminos y comenzaba su viaje de regreso cuando lo encontró. Emocionado, le preguntó:
-Hombre, ¿para qué lees?
El escogido (pues la intuición del sabio así se lo decía), levantó la vista y lo miró a los ojos sin excesiva humildad, sin altanería. Su mirada no era ansiosa, ni agresiva. Sólo era una mirada inteligente. Y atenta. Lo que pensaba era un misterio tras los ojos grises cuando dijo:
-Leo para entretenerme.
El corazón del maestro latía con rapidez. Al fin, cuando el plazo se terminaba, había encontrado al hombre. Le dijo, con los ojos brillantes por la emoción:
-Vamos. Debo enseñarte algunas cosas.
El hombre lo miró con verdadero interés, quizá con un poco de lástima, y le respondió:
-Lo siento. Hoy estoy muy ocupado.
sábado, 19 de marzo de 2011
Mabel - Omar Miguel Tomasini

viernes, 18 de marzo de 2011
Te fuiste despidiendo de a poco - Francisco Costantini

Tomado de: http://friccionario.blogspot.com/
El Tirano - Daniel Frini

Necesario - Olga A. de Linares

Otra vez! ¡Todos los santos días lo mismo! ¿Hasta cuándo este calvario? Muy bonito esto de la magia, muy creativo, sí, todo lo que ustedes quieran... ¡pero tiene sus bemoles también, no se crean! Sobre todo si uno cayó en manos de una narcisista obsesiva como la que me tocó en suerte. ¿Por qué no me ha tocado en suerte otra bruja, mago o hechicero con intereses más amplios, digamos? Porque tener las respuestas para todo, como es mi caso, y estar obligado a contestar una sola pregunta, ¡una sola, sí, como lo escuchan, siempre la misma, los siete días de la semana!... No, qué domingo franco ni domingo franco, estamos en el feudalismo todavía, para lo de las conquistas sociales falta un rato largo... En fin, cómo les decía, no sólo es tener que oír siempre la misma cosa, sino también responderla de igual modo desde hace años… ¡Eso acaba con la paciencia (y el azogue) de cualquiera! ¡Pero sí, que no soy sordo, ya voy, ya voy...! ¡Espejito, dime hoy, si la más hermosa soy! ¿No les dije? Ahora tengo que contestar. Pero no quisiera, porque yo ya sé lo que viene después... Hasta hace poco pude escurrir el bulto, pero no puedo hacerlo más. No hay margen para la duda, todo está más claro que el agua. Y como estoy condenado a decir la verdad aunque no me gusten las consecuencias... Hasta ayer, señora mía tuyo ha sido el honor más ahora (¡es la vida!) Blancanieves es mejor. Bella eres, es verdad, ¡más la doblas en edad! Y una cana por aquí, una arruga por allá, la belleza, poco a poco, como el tiempo se te va... ¡Zás! ¿Vieron? ¡Ya sabía que le iba a dar el ataque! ¡Pobre piba, la que se le viene encima! Pero bueno, yo no tengo la culpa, no maten al mensajero. Después de todo, vamos a ver, si no fuera por mí ¿cómo iba a seguir este cuento?
Tomado del blog: http://olgalinares.blogspot.com/
sobre la autora: http://grupoheliconia.blogspot.com/2010/11/olga-appiani-de-linares.html
miércoles, 16 de marzo de 2011
A medida – Betina Goransky & Sergio Gaut vel Hartman
—Estoy ansiosa, angustiada —dijo Sara mirando a su marido con expresión ávida mientras cruzaban la avenida—. O quizá sea el miedo —agregó contemplando la mole del edificio del Centro de Investigaciones Cibergenéticas que se alzaba ante ellos como una especie de templo extraterrestre.
—Tranquila —dijo Esteban abrazando a su esposa y besándole el cabello—. Todo va a salir bien.
—Claro. Lo sé. Pero igual estoy nerviosa.
No volvieron a intercambiar palabra hasta que llegaron al mostrador circular ubicado en el medio del hall de entrada.
—Matrimonio N’Kobe Condori —dijo Esteban presentando la documentación.
—Aguarden un instante —dijo la recepcionista tecleando sin apuro—. Cubículo 211. Los llamarán dentro de siete minutos. ¿Han leído las instrucciones con cuidado?
—Sí —dijo Sara—. Con mucho cuidado.
El mundo se había dado vuelta como un guante desde que Adrzej Znosko-Borowsky inventara el Diseñador Genético Molecular. Los “hijos a medida”, como habían empezado a llamarlos, estaban haciendo furor, tanto como un lustro atrás ocurriera con los clonados. Pero había que tener coraje; se hablaba de parejas disconformes, parejas que hacían demandas… Rumores.
—¿Más tranquila? —dijo Esteban luego de que un asistente de gran sonrisa les explicó el procedimiento hasta el mínimo detalle y contestó todas las preguntas que quisieron formularle.
—Sí —dijo Sara—. Pero hay algo que no me termina de convencer, como si algo quedara fuera de nuestro control.
—Todo está bajo control —refutó Esteban—. El empleado dijo…
—Está bien. Respondió todo lo que supimos preguntar, ¿y lo que no imaginamos?
—Ya hablamos de eso en casa. —La expresión de Esteban se endureció—. ¿Quién convenció a quién de hacer esto?
Sara miró el techo. —De acuerdo. Basta de dudas. —Sonrió mostrando una hilera de dientes blancos y perfectos que contrastaban con su tez color chocolate—. Estoy lista.
Dos técnicos vestidos de verde se acercaron para indicarles el camino al Cubículo 211.
—¿Han leído las instrucciones con cuidado? —dijo la mujer.
—Ya nos preguntaron eso cinco veces —respondió Esteban, molesto.
—Pero ¿las leyeron? —insistió el hombre.
Sara y Esteban asintieron. Aquello tomaba un cariz burocrático y la magia del momento parecía esfumarse.
—Ahora —dijo la mujer, melodramáticamente—, van a diseñar el hijo que desean. —Señaló el interior del cubículo, donde había un artefacto parecido a un prehistórico gramófono, aunque con dos conos semejantes a altavoces amplificadores, en vez de uno. Cuando estuvieron frente al aparato, él técnico se ocupó de Sara y la mujer tomó a Esteban del brazo para que apoyara la frente sobre la superficie cóncava del cono.
—Visualicen la imagen del hijo que desean —dijo el técnico.
—¿Prefieren que sea niña o niño? —dijo la mujer.
—Niña —se apresuró a decir Sara.
—Sí, una niña —corroboró Esteban.
—Van a grabar todas las características que crean que debe tener el hijo que van a concebir —dijo el técnico. Hacía eso varias veces por día; ya era una rutina para él—. Nosotros codificaremos los rasgos, colores y texturas y luego las introduciremos en el óvulo fecundado. Es un proceso sencillo.
Un proceso sencillo, reflexionó Esteban. Sara, a su lado, se retorcía los ya ensortijados cabellos. ¿Y lo que no somos capaces de imaginar? El pensamiento percutió como un palo golpeando contra un timbal, por lo que Esteban se esforzó para apartar de sí las ideas funestas que lo acechaban. Pero el procedimiento estaba probado; no se conocían casos de niños con enfermedades congénitas, los que se quejaban eran una minoría. ¿Qué podría suceder que ellos no fueran capaces de imaginar?
—No están focalizando las características del niño —dijo el técnico—. Aparten toda idea perturbadora. ¿Acaso no leyeron las instrucciones? —El tono del hombre era severo, casi enojado. Esteban trató de concentrarse y Sara hizo lo mismo. En ella, la tensión se traducía en arrugas que le marcaban la frente como trazos de carbonilla.
—Ahora va mejor —dijo el técnico—. Un esfuerzo más. Hagan de cuenta que se miran al espejo. Deténganse en los mínimos detalles y tendrán un hijo perfecto.
¡Un hijo perfecto! ¿Eso queremos? Esteban buscó los ojos de Sara y constató que su esposa estaba intentando rematar la faena escrupulosamente, con rigor. No me importa que sea perfecto, pero será nuestro hijo adorado y los años de frustraciones y penurias no serán otra cosa que un melancólico recuerdo.
—¡Listo! —dijo el técnico. Su compañera tecleó una secuencia y verificó algunas de las filas de signos que se dibujaban en las pantallas.
—¿Esto es todo? —preguntó Sara.
—Es todo —dijo el hombre—. En cuanto el equipo termine de sintetizar los datos, los espermatozoides rediseñados de su esposo, con la información que ustedes diseñaron, activarán un comportamiento análogo en el óvulo que usted proporcionó. El hijo que han concebido es exactamente como lo soñaron.
—¿No es hora que dejen de comportarse como vendedores de seguros? —exclamó Sara inesperadamente—. Ya hicimos todo lo que nos pidieron y pagamos una suma considerable. ¿Puede cerrar la boca de una vez?
—¡Señora! —dijo la empleada del CIC—. ¿Por qué no disfruta de este momento y se comporta como una persona civilizada?
Esteban apretó la mano de Sara y le pasó la mano por la espalda. Entendía a su esposa y estaba dispuesto a apoyarla, pero ya era hora de poner distancia con aquel lugar.
—Deberán pasar dentro de tres días —dijo el técnico— para saber si la información ha sido asimilada por el cigoto. —No parecía molesto por la intempestiva reacción de Sara.
—Buenas tardes —dijo Esteban empujando disimuladamente a su mujer y conduciéndola hacia la salida. No pensaba recriminarla; había liberado la tensión y eso era todo lo que le importaba, más allá de que el momento vivido fuera tan trascendente que había roto con todas las reglas y eso, por sí solo, justificaba malhumores e irritabilidades. Hizo una última sonrisa forzada, previendo que Sara no volvería a mirar atrás, y que él había decidido dar la vuelta la hoja para no profundizar la sensación de angustia que empezaba a estrujarle el pecho.
—¿Crees que sospecharon algo? —dijo el técnico cuando Sara y Esteban hubieron salido.
—No me parece —respondió su compañera—. Ella es bastante suspicaz, pero sus sospechas se dirigen, como en todos los casos, a que el CIC podría haberlos estafado.
—Una estafa —rió el hombre—. Podría llamarse estafa, si se lo mira desde cierta perspectiva.
—No es eso —replicó ella—. A propósito: ¿cuántas réplicas podrían quedarnos esta vez?
—Una docena, por lo menos. Y ya tengo compradores para todas esas espléndidas criaturas.
—¡Una millonada! —exclamó la mujer, frotándose las manos.
El río y la mitad de Heráclito – Mirta Varela & Héctor Ranea
—Díganos —dijo el Juez —cómo se declara, señora.
—No soy culpable pero todo sigue mostrando que seré inocente —dijo la mujer de Heráclito Guridez, alias Heráclito, doña Heracleia Yáñez.
—Mejor lo sintetizo en que se declara inocente, Señoría —dijo el abogado de la mujer levantándose como si fuera un resorte. Y a ella: —¡No trate de embarrar más su situación, Heracleia, por favor!
Ella estaba incómoda. Todo era un malentendido pero ya estaba en el baile y había que seguir bailando.
—Me parece —anunció el Fiscal, con sorna —que la señora acusada sigue enredada en su mar de incertidumbres filosóficas.
—Perdón —contestó la aludida ante el espanto del abogado —no es incertidumbre, al contrario. Son mis certezas las que parece que me están condenando.
El Juez intervino raudamente:
—Señora, no le permito. Usted no ha sido condenada. Está siendo juzgada. Haga lo posible por defenderse —y al abogado: —Señor, trate de aconsejarle correctamente que siga sus instrucciones.
El abogado, evidentemente incómodo, se sonrojó y miró con encono a la acusada.
Tomó la palabra el Fiscal y citó la comparecencia de Heráclito.
—¿Qué entiende de las declaraciones de su mujer?
—Entiendo que a ella le surgen algunas convicciones que parten de la idea de que en el mismo río entramos y no entramos, pues somos y no somos los mismos —contestó.
—¿Me puede explicar eso que parece un contrasentido?
—El río no es el mismo, nosotros tampoco. El río ha cambiado de instante a instante, nosotros también. Esto hace que un encuentro sea irrepetible.
—Y ¡gracias a Dios por eso! —Enfatizó Heracleia sin vergüenza. —El Juez la llamó al orden mientras el abogado intentaba taparle la boca y la suegra de Heráclito, al grito de:
—¡Se ríe de los ancianos! ¡Mete entre ella y mi hijo un instrumento de viento en potencia! ¡Anatema, anatema! —Y el Juez:
—¡Viejos son los trapos, señora, más respeto por mi investidura o la mando echar!
—Creo que vivir más de una vez alguna circunstancia, visitar dos veces el mismo lugar, mirar dos veces la misma foto, debe ser traumático —comentó en voz baja, pero el Juez la escuchó y le pidió que se callase o debería echarla de la sala. El abogado pidió clemencia, por lo que continuaron, pero con la exigencia de que sólo hablara cuando fuera interrogada.
—¿Entonces qué piensa de lo que ha dicho su mujer? —preguntó el Fiscal luego de que pasara el tumulto.
—Es difícil saber lo que piensa una persona, porque cada vez que se interroga un pensamiento surge la duda de que la persona preguntada no es la misma que ha sido interrogada.
La acusada tosió con alarde de presencia.
El interrogado hesitó un instante. Se corrigió diciendo:
—Bueno. La persona como concepto es difícil de definir, pero aún así la misma persona a su vez es la interrogada y no lo es. Es la misma pero no lo es.
—Trate por todos los medios de ser más didáctico, si se quiere —dijo el abogado defensor. —La verdad que me cuesta entenderle, señor. Para los que entendemos el tiempo con Parménides, usted está enunciando un sofisma, así que si quiere explicarlo mejor, tal vez nos ayude… a todos —miró hacia la acusada.
—¡Me opongo terminantemente! —gritó el Fiscal —La parte demandada está exigiendo que el demandante deponga su actitud. La fiscalía no tiene que repetir tantas veces que esto es una cuestión que excede lo privado, Señoría. Esta actitud irresponsable de la señora de Guridez puede traer desorden social, inseguridad filosófica.
—¡Usted no posee la lógica necesaria para comprenderme! —gritó Heracleia desgañitándose, cosa que puso a su abogado tan fuera de sí que casi se desdobla. El Juez, a todo esto, no pegaba más con el mallete sino directamente con sus muletas. Rojo de rabia, no acertaba a encontrar la manera de echar a esa mujer tozuda.
Volvió a reconvenirla, pero ella seguía sosteniendo que, sin tener idea de filosofía clásica y mucho menos moderna, el Fiscal no podía proseguir con esta demanda.
—Ni qué intentar repetirle el aforismo 7 de Wittgenstein —replicó Heracleia —no lo entendería. ¡Energúmeno!
—¡Modere su lenguaje! —espetó el Juez.
—¡No siga embarrándola, por favor, Heracleia! —rogaba el abogado ya queriéndose disfrazar de fraile dominico.
—¿Acaso podría usted decírnoslo, repetirle a la Corte esa proposición? —dijo con sorna el Fiscal. Y ella:
—Whereof one cannot speak, thereof one must be silent.
La sala quedó en silencio. El Juez llamó al Fiscal y al abogado de Heracleia.
—¿Me puede alguien explicar por qué tenemos este caso acá? —pareció recapacitar.
—¡Señoría, me extraña! —casi bramó el Fiscal en forma contenida —Esta mujer dijo (y leo) que una que ha vivido tantos años de casada, sabe que no se ha acostado dos veces con el mismo hombre. Extrañamente, sí con la misma persona, esa esencia, sustancia, perdurable por siempre que algunos llaman alma y yo creo que es un poco más. ¿Se da cuenta? ¡Admite lo inadmisible! ¡Duda de lo indudable!
—¿De qué carajo me habla? —dijo el Juez coloreado de violáceo de la anoxia que sufría. —¿Se da cuenta de la estupidez que acaba de proferir? —se volvió hacia la acusada. —Señora, doy esta pantomima montada por este gilipollas, —señaló al Fiscal ante el visible crecimiento físico del abogado —por terminada. Puede irse.
—¿Era tan confuso? —comentó Heráclito. —Siempre lo dije. El tiempo es el portador del dolor, de lo que es fugaz, de esas personas que llevamos con nosotros cambiando sin cambiar.
—¡Mi amor! —gritó ella al borde del llanto —¿Por qué dejaste que esto ocurriera? Lo que dices es lo que puede construir el amor y sostenerlo, que permite internarse por territorios desconocidos para la escasa percepción de la conciencia en el tiempo y verse espejado y deslumbrado por bellezas no abarcables con palabra alguna ni imaginable para ningún joven… por falta de suficientes ríos para bañarse… Por eso no quisiera volver a ser joven, para no transitar viejos caminos, sería una condena… En cambio, amarte ahora es como haberte amado siempre sin que seamos idénticos. ¡Ven a mis brazos!
—Lo dicho. —Asentó el abogado con aplomo recién adquirido. — Esto a mí me sugiere la oportunidad de adentrarme en territorios nuevos, por ejemplo: —¿A mí, ahora, quién me paga?
Una charla célebre – Héctor Ranea
Sin estallidos – Sergio Gaut vel Hartman
Fantasía oscura III - Cristian Mitelman

Calculo que ya debe estar en la escalera mecánica que lo eleva del subte a la superficie.
Ha comenzado a llover. Mejor: la gente tiende a recluirse cuando hay mal tiempo.
Los pasos de mis acciones son sencillos: tengo que dejarlo pasar y luego, mientras se detiene en el solitario portón de la casa, apuntar a la nuca. (Nadie va a recibirlo a estas horas, pero sé que él recibirá a alguien más tarde. Esto lo hace culpable a mis ojos.)
Son sus pasos… ¡He aprendido a reconocerlos entre un millón de pisadas distintas!
Dispongo de unos segundos. (Se ha levantado la solapa del impermeable, lo que hace más imprecisa su imagen.)
La lluvia torna mis manos insoportablemente resbaladizas; los goterones me ciegan los ojos.
Se me escurre el arma. Cae. El fogonazo se mezcla con un trueno.
¿Qué dirán los diarios de mañana? ¿Hablarán de un extraño suicidio bajo los olmos, cuando la tormenta comenzaba a desdibujar la ciudad?
Un día más – Ricardo Germán Giorno

“La evasión”
la típica Fernández Fierro amasija y humilla fuerte
Salpicando giles, la parca aparca. El hijo de Hernández la relojea, apaga el faso con el taco de las botas. Y a ella le come la trompa de un beso.
Como siempre, los giles gritan boludeces. Gritos que atraen avivatos. La parca recula, indecisa. El piso de madera lija las suelas y se incendia al compás del fuelle. La parca suspira. Se entrega. A los giles los dejan en pelotas, como siempre.
El hijo de Hernández cuerpea el centro del salón. Las botas, agujas de una bordadora que dibuja perpetuamente lo mismo: engaño.
La parca dilata, por una noche, embrujada por lo que escucha, encadenada por lo que siente, ensartada a la cadencia que la cautiva.
—Yo… —susurra él—. Yo, no soy, el hijo de Hernández —y ella asiente sin hablar, marcando perfectos ochos.
El tango se va apagando. La noche clarea en retirada.
El hijo de Hernández enciende un cigarrillo. El humo compone el muro perfecto. Y él por fin sonríe, marfil amarillento de macho conocedor. Se las toma de la milonga taconeando al ritmo del triunfo.
Un día más.
lunes, 14 de marzo de 2011
Visiones - Javier López

Quizá fuera el sol implacable. Quizá el agotamiento de tantos días en alerta, vigilante...
Marco se sentía cansado, algo mareado, con la mente un poco confusa. Fumaba un cigarrillo en la cubierta agitada por el oleaje. De manera algo vaga y como si fueran dibujos a los que le faltara un buen perfilado en tinta, recordó un episodio de su niñez. Aquel día de campo, niños y balón de fútbol, en el que se llevó el susto de su vida cuando la pelota cayó por un pequeño barranco. Al ir a buscarla, justo cuando la encontró y fue a tomarla entre sus manos, vio que no estaba solo. Una culebra custodiaba la pelota, y él se llevó en la mano izquierda el recuerdo del encuentro. Una mordedura y una experiencia aterradora que no iba a olvidar jamás.
Cuando por fin estuvo en casa, no sin antes haber pasado por una clínica de urgencias, Marco tuvo pensamientos que ahora sólo podía explicarse bajo la lógica de un niño de ocho años de la década de los sesenta.
Como todos los días, en los informativos pasaban imágenes de la guerra de Vietnam. Y Marco contemplaba incrédulo las tormentas de fuego con las que los americanos quemaban los bosques, aunque él no supo entonces que esas llamas no sólo iban dirigidas contra los árboles y las plantas, sino también contra los seres humanos. De hecho, entonces no llegaba a entender dónde estaba Vietnam ni tenía consciencia clara de quiénes eran "los americanos". Sólo sabía que vivían muy lejos.
Con la mordedura reciente, a Marco se le ocurrió que las autoridades, con ese poder y esa fuerza bruta que veía cada día en imágenes, no habían caído aún en la cuenta. Porque no podía ser otra cosa que dejadez u olvido el no haber detectado el problema. ¿Cómo podíamos compartir nosotros, seres humanos dominadores del planeta, nuestro espacio con las alimañas? Cuando las cosechas eran afectadas por plagas, se rociaban los campos con productos para acabar con ellas. Entonces, ¿cómo las autoridades permitían la existencia de serpientes, arañas, escorpiones, y toda esa clase de bichos que estropeaban a menudo la paz de sus días de campo?. "Nadie ha pensado antes en eso", resonaba en su mente infantil creyendo que acababa de hacer un gran descubrimiento. Los ayuntamientos, los gobiernos, los ejércitos... ¿cómo no se habían planteado nunca limpiar los océanos, los bosques, las playas, los parques, los ríos, de toda clase de animales peligrosos? Le vinieron a la mente tiburones, leones, tigres, hienas, avispas, cocodrilos, mosquitos, víboras, lobos, serpientes, osos... ¿de veras nadie había pensado aún en acabar con ellos y hacer del mundo un lugar más seguro y tranquilo para los hombres, y sobre todo para los niños? Luego lo pensó mejor. Los tigres, los leones y los osos eran hermosos. Quizá habría que conservar algunos ejemplares en zoológicos para que pudiéramos verlos, fotografiarlos, y pudieran seguir apareciendo en los libros de texto de la escuela.
El sol estaba ahora en lo más alto. Le dolía la cabeza, sentía algo de vértigo al rememorar aquellos pensamientos infantiles.
Por la megafonía del Rainbow Warrior II se alertó a los tripulantes de que el ballenero japonés trataba de embestirlos. Marco miró la proa del buque que se aproximaba hacia ellos. Vio armas en cubierta.
Sobre el autor: Javier López