sábado, 25 de enero de 2014

El ladrón de palabras - Héctor García


Alguien estaba robando palabras en el pueblo. Las amas de casa ya no intercambiaban chismes a la salida del almacén, los poetas enamorados ya no recitaban poemas bajo los balcones de sus amadas, los relatores de fútbol ya no relataban los partidos del torneo juvenil local. Los vecinos se organizaban y marchaban todos los días a la comisaría exigiendo que la policía atrape al ladrón, pero sus carteles y sus banderas eran pobres, y sus canciones de protesta sonaban huecas, pues contaban cada vez con menos vocablos con los que expresar su descontento.
Y mientras tanto la falta de palabras en el habla cotidiana hacía estragos en las discusiones: cualquier altercado, por ínfimo que fuera, terminaba en negocios inconclusos, noviazgos truncos, familias destrozadas o amistades destruidas, ante la incapacidad de los protagonistas de comunicar su ira verbalmente. Pronto cada disputa se vio coronada con lluvias de dientes, piernas quebradas, cráneos rotos o, en general, golpizas sangrientas. Ante el descontrol creciente las despensas eran saqueadas, las casas apedreadas y los autos desmantelados. La violencia aumentaba sin límites.
En el colmo de la histeria colectiva, el más anciano del pueblo se animó a sugerir que quizás no existiera ningún ladrón, sino que las palabras, ofendidas por el poco uso que se les estaba dando, simplemente se cansaban y se marchaban. Los más jóvenes, ofendidos ante semejante idea, quisieron protestar, pero ya no tenían términos con los que transmitir su enojo, así que para hacerse entender no les quedó otra opción más que matar al viejo a garrotazos entre gruñidos y gemidos salvajes.

El autor: Héctor García

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