—Ante todo me declaro inocente.
A continuación, la señora Luisa Wilkinson se acomodó el amplio escote, sacó un espejito de su pequeña cartera, retocó su maquillaje con delicadeza, y entonces sí, se dejó llevar por el dúo de agentes policiales como si fuera a subir al escenario a estrenar el papel de su vida.
El trío salió del museo al mismo tiempo que Jean-Pierre Brulet intentaba escabullirse entre la multitud que se había agolpado al pie de la escalinata principal. El afamado pintor surrealista no pudo evitar el choque frontal con la estrella de cine, la que por otra parte lucía más obesa que la última vez que departió con ella, la velada en que estuvieron a punto de besarse en el balcón de la mansión que Luisa tiene en la campiña, a orillas del Paraná.
— ¡Él es el culpable! — gritó la gorda diva.
Los agentes, sobresaltados, salieron disparados cual resortes tras el pintor, al tiempo que ella volvió sobre sus pasos, hacia el interior del museo.
¿Por qué fue arrojado al vacío el pobre anciano solitario? Esa era la pregunta que daba vueltas en la cabeza de Luisa, y se disponía a averiguar la respuesta.
Quien lo haya hecho desde luego me ha hecho un gran favor, pensó. Ella es la viuda, y por lo tanto, la única beneficiaria de la suculenta póliza del seguro de vida del emperador del aceite, don Arturo Sanguinetti.
¡Tantas veces había planeado deshacerse de él! En dos oportunidades estuvo a punto de conseguirlo: Mientras recorrían el Museo de Bellas Artes y de repente se hallaron solos en el ascensor de servicio, y a punto de apuñalarlo por la espalda se abrió la puerta para dar paso a Jean-Pierre, ese pintorzuelo engreído, que pareció notar lo que iba a suceder, pero con disimulo y elegancia logró dejar clavada una duda en la actriz.
O cuando quiso golpearlo con esa herramienta desconocida para ella, pero pesada como una maza, y el grito repentino de la niña Marisa, su ahijada, la sobresaltó, haciendo que el arma cayera de sus manos. Ahora que lo piensa, también en esa ocasión Jean-Pierre andaba rondando por ahí.
—¡Eureka!— exclamó. Una sospechosa coincidencia venía a echar luz en la maraña de sus pensamientos.
Acaso había dado con el culpable, al que había acusado sólo para encontrar una manera de zafar de los tontos agentes. Pero, ¿por qué lo habría hecho?
Mientras tanto, en la comisaría, Jean-Pierre mascullaba su bronca. La bruja se había dado cuenta, ya no podría enamorarla para, luego del casamiento, compartir con ella la fortuna dejada por Arturo.
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Fernando Andrés Puga
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