Quince minutos después del terremoto, Managua yace destruida por tercera vez en su historia. Desparramadas están sus casas y edificios, heridos de muerte por un 9.5 que echó por tierra la caótica ciudad. Un sol rojo sangre, contempla la masiva destrucción y el cielo está parchado de densas estelas de humo que suben dispersas desde los escombros de cemento y metal. Filas de carros abandonados, se agolpan en los semáforos y rotondas. Esperas el retorno de los dueños que no alcanzaron a escapar más que unos pocos metros, en medio del vaivén cataclísmico.
En el que fuera el nuevo centro de Managua, entre
comercio, bancos y hoteles, rajaduras como ríos, recorren sus vías de
norte a sur y de este a oeste, evidencias de nuevas fallas surgidas del
impactante sismo.
La sucursal de Alke muestra sus puertas y
vitrinas destruidas, con toda su vajilla congelada en una ola que se
esparce hacia la calle. El resto de edificios no son más que un conjunto
de metal retorcido. Sus techos parecen cartones apiñados en desorden.
Solo el Hilton sobrevive, parcialmente derrumbado, mostrando sus
interiores como si se desnudara a los ojos del Alexis, que inclinado,
aún se sostiene lo suficiente para contemplar el desastre.
Solo un
hombre camina entre el asfalto y los cadáveres aplastados. Es alto y
robusto, de tez morena quemada. Tiene el pelo grasoso, negrísimo como
plumas de cuervo, una quijada prominente y cuadrada y entre su frente
ancha y unos ojos profundos, las cejas son gruesas y voluminosas. Usa
una camiseta rota y sucia con la cara de Obama y un jeans lleno de
parches que le queda como pescador. Sus pies descalzos son testigos
mudos de las caminatas infernales de su trabajo como limpiavidrios y una
que otra carrera para robar lo que le permita comprar pega
Chepe
Bolas es como le conocen los habitantes de la plaza de las victorias,
aunque ya nadie recuerda a ciencia cierta el origen de su apodo.
Por
primera vez, desde su venida desde el Caribe, unos quince años atrás,
se permite una sonrisa, que deja pronto al descubierto sus dientes
irregulares y sus muelas podridas. El vidrio roto, que raya sus pies
llenos de costras, no le incomoda. Chepe está más interesado en revisar
los cuerpos, en busca de alguna prenda de valor, dinero inclusive, este
es su día de suerte, nadie le negará un peso.
Desde los escombros
de lo que fue el Hiper Unión, le contemplan unos pocos vende lentes y
accesorios telefónicos. Aún están recuperando lentamente la conciencia
en sus cuerpos golpeados y confunden a Chepe con un espectro, cuando le
miran inmerso en su macabra labor de voltear y registrar los cuerpos
aplastados.
Chepe se conoce bien la zona. Sus buenos años de
dormir en los campos de catedral, en el terreno de los circos y en todo
recoveco y callejuela de los alrededores le ha dejado un entendimiento
del terreno como nadie más posee. Pero ahora todo ha cambiado, parece un
sueño dentro de un sueño. Se mira que sigue atontado por los vapores
del pegamento y sin saber bien como logró sobrevivir, obliga a sus ojos a
aceptar que lo que mira no es el alucín del último tarrito. El olor
metálico de la sangre de sus pies y de las vísceras de los muertos le
permite conectarse con la realidad del momento.
Chepe Bolas se
carga los bolsillos rotos de relojes, celulares y billeteras, hasta que
levanta la mirada y se detiene absorto ante la contemplación del
estómago abierto del Hilton. En su centro desbaratado se yergue aún, en
tenue equilibrio, una habitación con su cama en perfecto estado. Después
de un tiempo en silencio, se abalanza raudo hacia el que fuera un
suntuoso hotel, dejando atrás todo interés por el botín funerario que
venía de recolectar.
Los vendedores, ya más repuestos, intentan
gritar para advertirle el peligro, pero de sus gargantas solo surgen
graznidos rotos y roncos estertores que no comunican más que el dolor de
costillas rotas y espaldas lastimadas. Chepe de todas maneras parece
estar más allá de sonidos o advertencias. Con una agilidad renovada, se
encarama en columnas y pisos desnivelados hasta alcanzar el cuarto,
milagrosamente intocado. Se sienta despacio en la cama, con una
expresión de gozo que distiende su rostro hasta hacerlo ver casi en paz.
Por
un momento los vendedores olvidan sus dolores ante la visión irreal que
les llega desde lejos. El hombre tosco y brutal que han conocido en los
semáforos, acostado como un bebé y arropándose a sí mismo para un
descanso que posiblemente nunca había experimentado.
Luego sobrevino lo inevitable…
La
caída de los pisos del Hilton, se anunció con un zumbido corto seguido
de una serie de pequeños estruendos que asemejaban explosiones, y los
vendedores tuvieron el tiempo de contemplar a Chepe que seguía acostado,
sin inmutarse ni un poco por la caída de aquellas masas descomunales
sobre su cuerpo. Nunca se despertó.
Luego, todo fue quietud. Solo
una columna de polvo evidenciaba que el último gran edificio del centro,
había sucumbido finalmente. Los vendedores, ya en pie, se ayudaron
entre sí para buscar un refugio. Empezaron a andar sin rumbo cierto,
bajando hacia la rotonda. En su caminar lastimero y silencioso, les
acompañaba la imagen de Chepe, dormido en medio de la caída del coloso.
Más de alguno diría después, que pensó si no sería mejor dormir así,
para siempre, antes que enfrentar el rostro de la ciudad muerta, pero
igual siguieron caminando, el impulso del instinto pudo más.
Sobre el autor: Alberto Sánchez Arguello.
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