David, el joven Hombre del Saco, entró en una casa siguiendo el rastro de un niño insomne. El dormitorio de los adultos estaba vacío y la cama sin deshacer. ¿Por qué habían dejado solo a un niño?
El pequeño estaba en su cuarto. La atravesó la puerta como un fantasma. Un truco sencillo, cuando se sabe cómo hacerlo.
Ante la pantalla de un ordenador había un niño de diez años, que parecía muy ocupado.
Se acercó. En cuatro pasos no podía andar lento, pesado, cansino, pero hizo lo que pudo. Arrastraba el saco, porque sabía que su áspero roce con el suelo provocaba estremecimientos de miedo. Sin embargo, el niño continuaba absorto en su videojuego y no había oído sus pasos. Pero de repente el niño se volvió, dio un salto y se refugió en un rincón.
—Qui… quién eres tú —dijo con voz temblorosa.
—Soy el Hombre del Saco —dijo David utilizando su tono de voz más desagradable, el que recordaba una roca arrastrándose por suelo arenoso en medio de un tornado:
—¡Tú no existes! —dijo el niño desafiante.
—¡Mírame! —replicó David irguiéndose— ¿Aún crees que no existo?
—¿Cómo has entrado?
—Puedo atravesar las paredes.
—¿Me vas a comer?
—Depende —dijo pensándolo un instante.
—¿Qué tengo que hacer para que no me comas?
—Deberías de estar durmiendo.
—Sí, lo sé, pero… —señaló el ordenador.
—¿Dónde están tus padres?
—Se han ido a cenar con sus amigos.
—¿Cuándo regresarán?
—No sé, siempre vuelven al amanecer. Vienen borrachos. Lo sé porque se mueren de risa cuando entran en su dormitorio. Luego duermen hasta muy tarde y se levantan de muy mala leche.
—Comprendo —dijo David dejando su voz siniestra—. ¿Y quién te cuida a ti?
—Nadie. Antes venía una chica, pero ahora dicen que ya soy mayor para quedarme solo. ¿Oye, me vas a comer o no?
El niño, impresionado por la siniestra figura de David, mantenía el rostro agachado mirándose los pies, aunque, de tanto en tanto, le echaba miradas de reojo.
—Me lo estoy pensando —respondió David.
¡Comérselo, qué idea tan ridícula! El niño no dormía, pero no era su culpa si sus padres no lo cuidaban. Le daba pena. Claro que él podría echarle una mano.
—He pensado que tú y yo podemos hacer un trato —dijo sentándose en la silla del chaval.
—¿No me vas a comer? —volvió a preguntar el muchacho.
—De momento no. Si en adelante te vas a dormir a las nueve y usas el ordenador sólo hayas terminado los deberes.
—Pero…
—No hay peros. Te prometo que volveré. No sabrás cuándo. Ten en cuenta que puedo visitarte sin que me veas. Mírame —David se hizo invisible. El niño reculó asustado y dio un salto hacia atrás cuando el Hombre del Saco volvió a aparecer—. ¿Te das cuenta?
El crío asintió.
—Si vengo y no estás dormido… —levantó el talego que tenía en la mano.
—Vale, Hombre del Saco. Te prometo que lo haré.
—Bien, apaga el ordenador y vete a la cama.
El niño obedeció. David lo arropó con cuidado, apagó la luz, abrió la puerta y se volvió hacia el pequeño.
—Estaré aquí hasta que vengan tus padres. Una cosa más: ¡No le cuentes a nadie que estuve aquí! Ni siquiera a tus padres. Será nuestro secreto. ¿De acuerdo?
El niño asintió bajo el embozo de la ropa de cama.
La pareja entró en la casa trastabillando. Ella llevaba los zapatos de tacón en la mano. A él le colgaba la corbata de un bolsillo. Entraron en el dormitorio, cerraron la puerta y echaron el cerrojo. ¿En esta casa todo el mundo cierra las puertas? Pensó David mientras la atravesaba. La mujer estaba intentando bajarse la cremallera del vestido. El hombre hacía esfuerzos por quitarse un zapato.
—¿Lo han pasado ustedes bien? —dijo David con la voz que sonaba como cristales rotos machacados por engranajes oxidados.
El hombre se puso en pie tambaleándose. La mujer soltó un grito y cayó de culo sobre la cama.
—¿Quién es usted? ¿Cómo ha entrado? ¿Qué quiere? —balbuceó el marido con un zapato en la mano.
—Uno: Soy el Hombre del Saco —dijo David mostrando el talego.
El hombre cacareó una risa nerviosa.
—Dos: He atravesado la puerta.
El tipo miraba alrededor, quizás buscando algo con lo que defenderse.
—Y tres: Quiero hablar con ustedes. ¿Me escuchan con atención?
Asintieron.
—Muy bien. ¿Saben cuál es la misión del Hombre del Saco?
—¿Se… se lleva a los niños? —balbuceó el hombre.
—¿Se va a llevar a Kevin Jesús? —preguntó la mujer.
—Al niño, de momento, no me lo voy a llevar.
La pareja pareció relajarse un poco.
—A quienes debería llevarme es a ustedes dos.
La pareja puso cara de confusión.
—Dejan solo a su hijo. Un niño de esa edad no debe de abandonarse a su suerte. La obligación de los padres es cuidar, alimentar, educar y jugar con sus hijos. ¡Y procurar que duerma toda la noche!
—¡A usted qué le importa cómo educamos a nuestro hijo! —gritó la madre con voz estridente.
—Me importa. Esta noche debería de habérmelo llevado, pero él no tiene la culpa de estar solo, abandonado por unos padres irresponsables, que llegan a media noche completamente borrachos. Pero en adelante van a ser responsables y van a cumplir con su obligación como padres. En caso contrario, volveré y les haré esto… —David alargó el brazo y lo introdujo a través de la puerta del armario ropero. Sacó un traje colgado de una percha, que arrojó al suelo ante ellos.
—Es… es… un tru… truco —gimió el hombre.
—Bonito truco, ¿verdad? Pues igual puedo hacerlo en tu pecho, sacarte el corazón y comérmelo crudo. ¡¿Comprendido?!
—Sí… sí… señor —dijeron los dos con voz ahogada.
—Recuerden. ¡Volveré! —Dav dio media vuelta y atravesó la puerta, dejando a los padres del niño tan asustados que, sin darse cuenta, se les había pasado la borrachera.
Continuará...
Sobre el autor: José Vicente Ortuño
Se acercó. En cuatro pasos no podía andar lento, pesado, cansino, pero hizo lo que pudo. Arrastraba el saco, porque sabía que su áspero roce con el suelo provocaba estremecimientos de miedo. Sin embargo, el niño continuaba absorto en su videojuego y no había oído sus pasos. Pero de repente el niño se volvió, dio un salto y se refugió en un rincón.
—Qui… quién eres tú —dijo con voz temblorosa.
—Soy el Hombre del Saco —dijo David utilizando su tono de voz más desagradable, el que recordaba una roca arrastrándose por suelo arenoso en medio de un tornado:
—¡Tú no existes! —dijo el niño desafiante.
—¡Mírame! —replicó David irguiéndose— ¿Aún crees que no existo?
—¿Cómo has entrado?
—Puedo atravesar las paredes.
—¿Me vas a comer?
—Depende —dijo pensándolo un instante.
—¿Qué tengo que hacer para que no me comas?
—Deberías de estar durmiendo.
—Sí, lo sé, pero… —señaló el ordenador.
—¿Dónde están tus padres?
—Se han ido a cenar con sus amigos.
—¿Cuándo regresarán?
—No sé, siempre vuelven al amanecer. Vienen borrachos. Lo sé porque se mueren de risa cuando entran en su dormitorio. Luego duermen hasta muy tarde y se levantan de muy mala leche.
—Comprendo —dijo David dejando su voz siniestra—. ¿Y quién te cuida a ti?
—Nadie. Antes venía una chica, pero ahora dicen que ya soy mayor para quedarme solo. ¿Oye, me vas a comer o no?
El niño, impresionado por la siniestra figura de David, mantenía el rostro agachado mirándose los pies, aunque, de tanto en tanto, le echaba miradas de reojo.
—Me lo estoy pensando —respondió David.
¡Comérselo, qué idea tan ridícula! El niño no dormía, pero no era su culpa si sus padres no lo cuidaban. Le daba pena. Claro que él podría echarle una mano.
—He pensado que tú y yo podemos hacer un trato —dijo sentándose en la silla del chaval.
—¿No me vas a comer? —volvió a preguntar el muchacho.
—De momento no. Si en adelante te vas a dormir a las nueve y usas el ordenador sólo hayas terminado los deberes.
—Pero…
—No hay peros. Te prometo que volveré. No sabrás cuándo. Ten en cuenta que puedo visitarte sin que me veas. Mírame —David se hizo invisible. El niño reculó asustado y dio un salto hacia atrás cuando el Hombre del Saco volvió a aparecer—. ¿Te das cuenta?
El crío asintió.
—Si vengo y no estás dormido… —levantó el talego que tenía en la mano.
—Vale, Hombre del Saco. Te prometo que lo haré.
—Bien, apaga el ordenador y vete a la cama.
El niño obedeció. David lo arropó con cuidado, apagó la luz, abrió la puerta y se volvió hacia el pequeño.
—Estaré aquí hasta que vengan tus padres. Una cosa más: ¡No le cuentes a nadie que estuve aquí! Ni siquiera a tus padres. Será nuestro secreto. ¿De acuerdo?
El niño asintió bajo el embozo de la ropa de cama.
La pareja entró en la casa trastabillando. Ella llevaba los zapatos de tacón en la mano. A él le colgaba la corbata de un bolsillo. Entraron en el dormitorio, cerraron la puerta y echaron el cerrojo. ¿En esta casa todo el mundo cierra las puertas? Pensó David mientras la atravesaba. La mujer estaba intentando bajarse la cremallera del vestido. El hombre hacía esfuerzos por quitarse un zapato.
—¿Lo han pasado ustedes bien? —dijo David con la voz que sonaba como cristales rotos machacados por engranajes oxidados.
El hombre se puso en pie tambaleándose. La mujer soltó un grito y cayó de culo sobre la cama.
—¿Quién es usted? ¿Cómo ha entrado? ¿Qué quiere? —balbuceó el marido con un zapato en la mano.
—Uno: Soy el Hombre del Saco —dijo David mostrando el talego.
El hombre cacareó una risa nerviosa.
—Dos: He atravesado la puerta.
El tipo miraba alrededor, quizás buscando algo con lo que defenderse.
—Y tres: Quiero hablar con ustedes. ¿Me escuchan con atención?
Asintieron.
—Muy bien. ¿Saben cuál es la misión del Hombre del Saco?
—¿Se… se lleva a los niños? —balbuceó el hombre.
—¿Se va a llevar a Kevin Jesús? —preguntó la mujer.
—Al niño, de momento, no me lo voy a llevar.
La pareja pareció relajarse un poco.
—A quienes debería llevarme es a ustedes dos.
La pareja puso cara de confusión.
—Dejan solo a su hijo. Un niño de esa edad no debe de abandonarse a su suerte. La obligación de los padres es cuidar, alimentar, educar y jugar con sus hijos. ¡Y procurar que duerma toda la noche!
—¡A usted qué le importa cómo educamos a nuestro hijo! —gritó la madre con voz estridente.
—Me importa. Esta noche debería de habérmelo llevado, pero él no tiene la culpa de estar solo, abandonado por unos padres irresponsables, que llegan a media noche completamente borrachos. Pero en adelante van a ser responsables y van a cumplir con su obligación como padres. En caso contrario, volveré y les haré esto… —David alargó el brazo y lo introdujo a través de la puerta del armario ropero. Sacó un traje colgado de una percha, que arrojó al suelo ante ellos.
—Es… es… un tru… truco —gimió el hombre.
—Bonito truco, ¿verdad? Pues igual puedo hacerlo en tu pecho, sacarte el corazón y comérmelo crudo. ¡¿Comprendido?!
—Sí… sí… señor —dijeron los dos con voz ahogada.
—Recuerden. ¡Volveré! —Dav dio media vuelta y atravesó la puerta, dejando a los padres del niño tan asustados que, sin darse cuenta, se les había pasado la borrachera.
Continuará...
Sobre el autor: José Vicente Ortuño
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