Aquella noche era especial para David. Era su centésima abducción como Hombre del Saco licenciado. Se movía por la casa en total oscuridad. Seguro de que no iba a tropezar con nada. Tenía la vista y el oído tan sensibles como los de un gato, sin embargo, para encontrar a sus víctimas se guiaba por el olfato. Allí olía a niño despierto y asustado. También percibía el aroma de una mujer, un hombre y una adolescente. No le interesaba ninguno de ellos, sólo quería al pequeño que todavía no se había dormido.
Caminaba con pasos lentos, pesados, cansinos. Pasos que sólo podía escuchar el niño desvelado, que se escondería bajo las mantas, creyéndose a salvo de las criaturas que vagan en la noche. Quizás el truco funcionase con los engendros que vivían bajo la cama, o con los monstruos del armario. Sin embargo, contra los Hombres del Saco no había defensa.
David todavía recordaba con claridad la noche en que el viejo Max lo abdujo. Al oír sus pasos lentos, pesados, cansinos, se había escondido en el armario. Qué ingenuo pensar que allí no podría encontrarlo. Si entonces hubiese sabido lo que sabía hoy. Pero entonces era solo un niño. Ahora era una pesadilla infantil hecha realidad.
Su vida con Max había sido diferente que llevaba junto a su familia. Había vivido en la cueva de su maestro, de cuya limpieza y orden se tenía que encargar él. Su mentor le traía comida y le dejaba dormir en un jergón de paja, a los pies de su propio camastro. El lugar no olía bien, ya que Max aparcaba allí sus pesadas botas, de cuya limpieza también se encargaba David.
El viejo le enseñó a ser un Hombre del Saco, que no era tan sencillo como pudiera parecer. Lo primero era caminar con pasos lentos, pesados, cansinos, que sólo escuchaban los niños. Luego la respiración, que debía ser pesada y áspera, pero sin llegar a jadear. Después a hablar con voces espeluznantes. Por último a atravesar las paredes. Aprender todo aquello le llevó años.
Llegó a la habitación de los adultos. Dormían a pierna suelta. Él roncaba como un serrucho. Ella emitía un ridículo resoplido, que no llegaba a ronquido. Intentó recordar a sus propios padres, pero sólo recordaba el rostro de su madre.
Cuando el viejo Max lo metió en el saco gritó llamando a su madre, pero no acudió en su ayuda. Lloró y gritó hasta el agotamiento, de forma que, cuando el viejo Max lo dejó salir, no tuvo fuerzas para resistirse y se acurrucó en un rincón, esperando a que el malvado Hombre del Saco lo devorara. Pero bajo el enorme chambergo negro de alas caídas y el pesado gabán, también negro, había un hombre que no parecía capaz de alimentarse con niños. Era alto, escuálido, casi esquelético. En su rostro enjuto destacaban unos ojos amables y una leve sonrisa compasiva, como si le apenase abducir tiernos infantes.
David llegó al dormitorio de la chica. La puerta estaba cerrada, pero su agudo sentido del olfato captó que tenía quince años y que no hacía mucho había tenido contacto con un macho de su especie, con el que había intercambiado fluidos corporales. Sintió una punzada de celos. Una de las primeras cosas que había aprendido durante su estancia con el viejo Max, era que no había Mujeres del Saco. Al principio no le importó, pero, cuando pasaron los años y sus hormonas se despertaron, creyó que estaba enfermo. Hasta que su mentor le explicó que los Hombres del Saco eran hombres célibes, aunque entonces no terminó de comprender esa palabra, luego supo que era sinónimo de soledad. Mientras vivió como aprendiz, Max ocupó el lugar de su familia, pero cuando se graduó y le adjudicaron una cueva para él solo, comprendió cuán triste y solitaria era la vida de los Hombres del Saco.
Continuó hacia el final del pasillo. El olor a niño era insoportable. Alargó la mano hacia el picaporte…
Aunque podía atravesar puertas y paredes, le gustaba la sensación de girar el pomo y abrir muy lentamente, haciendo gruñir las bisagras. Giró el picaporte. Preparó el talego. Cuando se lo dieron era nuevo, pero lo había envejecido lavándolo a la piedra y arrastrándolo por el suelo para ensuciarlo. Había hecho un buen trabajo, tenía un aspecto repulsivo.
Empujó la puerta. Una pequeña lámpara en forma de cabeza de payaso iluminaba el cuarto con luz mortecina. A David no le gustaban los payasos, eran siniestros.
En la cama no había nadie. Venteó el aire. El niño tampoco estaba bajo el lecho. ¡Oh, estaba en el armario! A David se le hizo un nudo en el estómago. Se paró frente al armario. El olor y el sonido de la respiración del niño no dejaban lugar a dudas: estaba allí.
Por unos instantes se encontró muchos años atrás, acurrucado en su propio armario, escuchando la respiración pesada del viejo Max. Sintió pena. Pero tenía que cumplir con su labor. Abrió las puertas del armario. El pequeño dormía plácidamente.
Las normas de los Hombres del Saco hablaban de niños insomnes, pero no decían nada de niños que dormían en un armario. Abducirlo no tenía sentido. En fin, quizás otro día...
Pero no podía dejarlo allí en el duro suelo. Dejó el saco en el suelo y se quitó el molesto chambergo. Hubiese preferido una gorra de béisbol o incluso una boina. El enorme y pesado sombrero, formaba parte del uniforme de Hombre del Saco desde tiempos inmemoriales, pero le parecía anacrónico.
Se subió las mangas del gabán, metió las manos por debajo de la criatura y lo levantó con cuidado de no despertarlo. Con suavidad lo dejó en la cama y lo arropó.
Recogió el saco y el sombrero y se marchó cerrando la puerta tras de sí. Era la primera vez que se marchaba sin abducir a un niño. En fin, aquella noche tendría que patrullar más tiempo.
Continuará...
Sobre el autor: José Vicente Ortuño
Caminaba con pasos lentos, pesados, cansinos. Pasos que sólo podía escuchar el niño desvelado, que se escondería bajo las mantas, creyéndose a salvo de las criaturas que vagan en la noche. Quizás el truco funcionase con los engendros que vivían bajo la cama, o con los monstruos del armario. Sin embargo, contra los Hombres del Saco no había defensa.
David todavía recordaba con claridad la noche en que el viejo Max lo abdujo. Al oír sus pasos lentos, pesados, cansinos, se había escondido en el armario. Qué ingenuo pensar que allí no podría encontrarlo. Si entonces hubiese sabido lo que sabía hoy. Pero entonces era solo un niño. Ahora era una pesadilla infantil hecha realidad.
Su vida con Max había sido diferente que llevaba junto a su familia. Había vivido en la cueva de su maestro, de cuya limpieza y orden se tenía que encargar él. Su mentor le traía comida y le dejaba dormir en un jergón de paja, a los pies de su propio camastro. El lugar no olía bien, ya que Max aparcaba allí sus pesadas botas, de cuya limpieza también se encargaba David.
El viejo le enseñó a ser un Hombre del Saco, que no era tan sencillo como pudiera parecer. Lo primero era caminar con pasos lentos, pesados, cansinos, que sólo escuchaban los niños. Luego la respiración, que debía ser pesada y áspera, pero sin llegar a jadear. Después a hablar con voces espeluznantes. Por último a atravesar las paredes. Aprender todo aquello le llevó años.
Llegó a la habitación de los adultos. Dormían a pierna suelta. Él roncaba como un serrucho. Ella emitía un ridículo resoplido, que no llegaba a ronquido. Intentó recordar a sus propios padres, pero sólo recordaba el rostro de su madre.
Cuando el viejo Max lo metió en el saco gritó llamando a su madre, pero no acudió en su ayuda. Lloró y gritó hasta el agotamiento, de forma que, cuando el viejo Max lo dejó salir, no tuvo fuerzas para resistirse y se acurrucó en un rincón, esperando a que el malvado Hombre del Saco lo devorara. Pero bajo el enorme chambergo negro de alas caídas y el pesado gabán, también negro, había un hombre que no parecía capaz de alimentarse con niños. Era alto, escuálido, casi esquelético. En su rostro enjuto destacaban unos ojos amables y una leve sonrisa compasiva, como si le apenase abducir tiernos infantes.
David llegó al dormitorio de la chica. La puerta estaba cerrada, pero su agudo sentido del olfato captó que tenía quince años y que no hacía mucho había tenido contacto con un macho de su especie, con el que había intercambiado fluidos corporales. Sintió una punzada de celos. Una de las primeras cosas que había aprendido durante su estancia con el viejo Max, era que no había Mujeres del Saco. Al principio no le importó, pero, cuando pasaron los años y sus hormonas se despertaron, creyó que estaba enfermo. Hasta que su mentor le explicó que los Hombres del Saco eran hombres célibes, aunque entonces no terminó de comprender esa palabra, luego supo que era sinónimo de soledad. Mientras vivió como aprendiz, Max ocupó el lugar de su familia, pero cuando se graduó y le adjudicaron una cueva para él solo, comprendió cuán triste y solitaria era la vida de los Hombres del Saco.
Continuó hacia el final del pasillo. El olor a niño era insoportable. Alargó la mano hacia el picaporte…
Aunque podía atravesar puertas y paredes, le gustaba la sensación de girar el pomo y abrir muy lentamente, haciendo gruñir las bisagras. Giró el picaporte. Preparó el talego. Cuando se lo dieron era nuevo, pero lo había envejecido lavándolo a la piedra y arrastrándolo por el suelo para ensuciarlo. Había hecho un buen trabajo, tenía un aspecto repulsivo.
Empujó la puerta. Una pequeña lámpara en forma de cabeza de payaso iluminaba el cuarto con luz mortecina. A David no le gustaban los payasos, eran siniestros.
En la cama no había nadie. Venteó el aire. El niño tampoco estaba bajo el lecho. ¡Oh, estaba en el armario! A David se le hizo un nudo en el estómago. Se paró frente al armario. El olor y el sonido de la respiración del niño no dejaban lugar a dudas: estaba allí.
Por unos instantes se encontró muchos años atrás, acurrucado en su propio armario, escuchando la respiración pesada del viejo Max. Sintió pena. Pero tenía que cumplir con su labor. Abrió las puertas del armario. El pequeño dormía plácidamente.
Las normas de los Hombres del Saco hablaban de niños insomnes, pero no decían nada de niños que dormían en un armario. Abducirlo no tenía sentido. En fin, quizás otro día...
Pero no podía dejarlo allí en el duro suelo. Dejó el saco en el suelo y se quitó el molesto chambergo. Hubiese preferido una gorra de béisbol o incluso una boina. El enorme y pesado sombrero, formaba parte del uniforme de Hombre del Saco desde tiempos inmemoriales, pero le parecía anacrónico.
Se subió las mangas del gabán, metió las manos por debajo de la criatura y lo levantó con cuidado de no despertarlo. Con suavidad lo dejó en la cama y lo arropó.
Recogió el saco y el sombrero y se marchó cerrando la puerta tras de sí. Era la primera vez que se marchaba sin abducir a un niño. En fin, aquella noche tendría que patrullar más tiempo.
Continuará...
Sobre el autor: José Vicente Ortuño
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