Antes que Benjamín Ramírez estremeciera al país por sus actos
aberrados, no era más que un chavalo moreno y larguirucho, de rostro
fino y ojos tristes, uno más entre tantos otros que se ganaba sus
realitos pescando descalzo en las orillas del lago de Managua.
Se
mantenía cerca del asentamiento convertido en barrio de Los Martínez,
sitio donde había vivido quince años en compañía de su madre María
Arguello, una mujer flaca y encorvada, tuerta del ojo izquierdo. La
señora tenía problemas para hablar y un reumatismo que cada día agotaba
más sus posibilidades de subsistir, a base de elaborar las tortillas,
que Benjamín vendía en Las Brisas, Linda Vista y Los Arcos.
El
papá de Benjamín había sido un campesino venido de Jinotega, que entre
borrachera y borrachera, apareció muerto un día por el parque Las
Piedrecitas, cuando Benjamín comenzaba a gatear. Doña María era nacida
en León. Se había venido a Managua, con la idea de montar una
costurería, pero el destino le había dado muchos tumbos y terminó
dedicando las horas en recuperarse del dolor de los reumas, para coser
alguna camisa que le habían dado a reparar, antes de amasar las
tortillas.
Dicen los vecinos que los dos vivían solos en una choza
de plástico negro y latón oxidado. Adentro, solo contaban con una
hamaca vieja de tela en la que dormían los dos, una mesita de plástico,
un televisor cubano y algunos trastes de aluminio, para el fogón hecho
de barro. De Benjamín nadie tenía quejas, aunque dicen que era arisco
como gato de monte, no había forma de meterle plática. Cuando pescaba no
hablaba con nadie y si era a la hora de vender las tortillas, solo las
entregaba y extendía la mano mientras decía el precio, nada más.
La
gente hasta había llegado a pensar que era sordo, pero luego lo miraban
con su mamá y se daban cuenta que alrededor de ella, el muchacho era
otro. Solo hablaba con ella, aunque en una voz tan bajita que nadie más
podía escuchar.
Los investigadores de los diarios reportan, que
unos meses antes del asesinato de doña María, ella se tuvo que ausentar
una semana para ayudar a una hermana que estaba muy enferma en
Chichigalpa. Benjamín quedó solo por primera vez.
Parece ser que
en esos días el muchacho anduvo desolado por las calles de tierra de los
Martínez y que un grupo de chavalos mayores que él, le dieron a probar
piedra y aprovecharon para violarlo en el sueño de la droga. Benjamín no
volvió a ser el mismo. Se volvió aún más huraño y agresivo. Se manejaba
por las esquinas mordiendo a quien se le acercara y fue el retorno de
Doña María lo que evitó que se lo llevaran preso.
Raquel Huerta,
la vende nacatamales de los Martínez, narra que los dos se
desaparecieron de las calles por una semana, nadie los miraba y la gente
se empezó a preocupar. Un día, el pastor del culto local entró en la
mañana a la choza y se encontró con el cuadro grotesco de doña María,
muerta de días, en el piso, desnuda de la cintura para abajo y encima de
ella, Benjamín, penetrándola con rapidez.
El caso estalló en
todos los medios, la comisaría de la mujer, a partir de la insistencia
de la gente, hizo pública la única declaración del parricida: “Mi mamá
no quería darme un hermanito para que me acompañara, así que la maté
para tener uno”
Nicaragua tuvo un nuevo monstruo al que examinar.
Corrieron todo tipo de opiniones científicas y moralistas. Al final, en
medio de complicaciones legales por el código de la niñez y la
adolescencia, Benjamín fue trasladado al hospital psiquiátrico con un
peregrino diagnóstico de esquizofrenia.
En aquella cárcel para
enfermos mentales, Benjamín pasó las peores noches. De acuerdo a los
enfermeros, no podía dormir pensando obsesivamente en el cuerpo de su
madre, descomponiéndose lentamente en un féretro de madera, aprisionado
entre tierra infecta de gusanos y cucarachas. Tuvieron que amarrarle a
la cama para que dejara de salirse al patio a lanzarse contra las
mallas, en su desesperado intento de marchar hacia el cementerio, con
intenciones no del todo expresadas.
Fue sometido a punta de duchas
heladas y psicofármacos y poco a poco, su delirio fue mermando. Meses
después solo presentaba un afán inofensivo de respirar en exceso cada
dos horas, con la idea fija de aspirar las partículas de polvo de su
madre, que irían subiendo desde las profundidades de su tumba.
Algunos
años después, el país se olvidó de él, ya no era noticia. En algún
punto entre el bajo presupuesto y el aspecto anodino de Benjamín, no se
dieron cuenta de que un día no estaba ya, se había escapado, como tantos
otros.
Pocos días después, lo encontraron en el cementerio. Al
momento del hallazgo, estaba hundido en la tierra con el féretro de su
madre abierto y el celador nocturno en la superficie, muerto de una
pedrada en el cráneo. Para ese momento, ya había terminado de comerse
los restos óseos de su progenitora.
No opuso resistencia alguna a
la policía y se le miraba plácido y tranquilo durante el juicio que
finalmente le condujo por treinta años a la cárcel modelo en Tipitapa.
Ahora ya era mayor de edad y los argumentos de locura de parte de la
defensa no estuvieron a la altura del asco y repugnancia popular que los
medios habían fomentado.
Cuando alguien le preguntó en su celda
porque lo hizo, Benjamín Ramírez con una sonrisa se limitó a responder:
“para no estar solo”
Sobre el autor: Alberto Sánchez Arguello
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