La urraca roza la ventana. Un ala que toca
suave, fugazmente. De inmediato vuelve de amor y da por una milésima con el
pico en el cristal. Ha entrenado para conseguirlo sin perecer, sin dañarse
afuera. Luego desaparece, no insiste en búsqueda de una apertura, de una
caricia, de un intercambio de miradas o de sonidos. Regresará al día siguiente,
a la misma hora de intensa luz. Tras la ventana, siete pisos arriba de la
desolación, él, un adolescente ni siquiera espera a la urraca cada mediodía. Es
su hora de hallarse junto a esa pared, entre dos destinos. No es capaz del
enamoramiento y del deseo del ave, ni tampoco de su creciente desesperanza.
Está en los cúmulos protectores de su indiferencia. Si acaso alguna vez, con la
perplejidad pensante de quien, sin percibir los riesgos, no comprende roce y
picotazo. Ni siquiera repara en la habilidad, en la precisión. Si de niño él no
hubiera sido arrebatado de sí por ella que debía protegerlo, violada consigo su
capacidad de sentimiento, cuando menos se asombraría por la urraca. Por su empecinada
elección. Por la intensidad de sus presencias. Quizás como se asombraría el
cristal de la ventana si pudiera.
De los cuadernos de las gaviotas 17: 50 formas
literarias
Sobre el autor: Francisco Garzón Céspedes
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