—¡No! Mirá. Esto es así —sacó el llavero y lo zamarreó como para que su perorata estuviese en la palestra—. ¡Vos estás conmigo! ¡Olvidáte! Ni bien llegas a la ciudad, te venís para acá, que yo me encargo de todo —escudriñaba el horizonte en busca de acontecimientos y posibilidades; siempre alerta y dispuesto como una antena telefónica. Mirar a los ojos, jamás—. ¿Cuántos días te vas a quedar? Porque, mirá que vinieron unas minas que te morís. Vení. Tomamos un cafetito y arreglamos.
Se hicieron las nueve de la noche y estaba empezando a pensar detenidamente en la posibilidad de verme enredado en un asunto ilegal. Acaparaba tanto con su dialéctica beneficiaria que nunca hallé la oportunidad de contarle mis cosas. Los desaciertos del hombre común. Los diez minutos más largos del mundo. Al minuto veinte: la oportunidad —¿Y vos, cómo andás? ¿Qué hacés en tu ciudad?—. Le dije que estaba juntado (mentira) y que mi visita tenía como motivo "aclarar los tantos". No quería más su omnipresente servicio. Dejó ruidosamente el llavero sobre la mesa del café. Se quitó y dejó el saco en el respaldar de la silla. Sus amigas entraron al viejo café asesinando las baldosas con puñaladas al estilo TAP. Los clientes pertenecían a otra dimensión. Lugares tan dispares divididos por la mesa del café. Una mínima distancia.
Me fui al otro día. Estaba cansado. Con las ideas en claro y carente de estrés, me animé a contradecirlo. Se enojó cuando le dije que había minas que son independientes, que no andaban con 8-40. En ese momento las dimensiones se juntaron, las mesas volaron y para qué te cuento.
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Cristian Cano
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