sábado, 20 de julio de 2013

El Kalpatierra - Mateo Alonso Ferrera


Nosotros, e incluyo en el plural a los cinco o seis que nos juntábamos de aquella para hacerle juventud al pueblo, a saber: Benautxe, Íkor, Amero, Karno, Ahitz, que hacía el seis cuando venían los veranos, y yo; nosotros, digo, empezábamos a tener esa edad en la que los mayores nos daban algo de libertad para explorar sus modos de vida. Como adultos incipientes, gustábamos de comprobar todo aquello que de niños nos llegó de oídas y que se nos quedaba dando vueltas en la cabeza como espuma en la orilla. Cuando íbamos con las vacas atrapábamos los moscones que rondaban las ancas de los animales y les clavábamos astillitas de caña en el abdomen, tan sólo para comprobar que, como decían, luego volaban dibujando rápidos círculos en el aire. También íbamos donde las tierras de la Txana a tirar de algún abedul joven contra el suelo: mientras cuatro o cinco, dependiendo del verano o no, lo manteníamos paralelo al suelo, el otro se agarraba a la parte superior del tronco. Entonces nos apartábamos de golpe y quien quedara aferrado sufría el latigazo lígneo y salía volando hasta el otro lado del pequeño valle. Fantaseábamos con la idea de que, encontrando un árbol lo bastante alto, podríamos pasar de provincia a alguien.
Cuando agotamos gran parte de las aventuras posibles, alguien sugirió ir a visitar al Kalpatierra, idea que ya todos manejábamos como gran colofón al verano. El Kalpatierra, según se contaba, había venido de tras de los montes, de Inzauz o de Alloki o de más allá, huyendo de una riña familiar por unos asuntos de faldas que comprometían la relación entre dos hermanos. Había venido a instalarse junto a la poza de Txeki, primero en provisión de escondite y luego como vivienda estable. Cuando llegó noticia al pueblo, fueron varias las madres las que se acercaron con hatos de vituallas que arrojaron al Kalpatierra desde el otro lado de la poza, en una bienvenida que se hizo costumbre. El Kalpatierra vivía de lo que le lanzaba el pueblo. Para acceder a él tuvimos que caminar aún un cuarto de jornada más allá del pico del pueblo. Los años le habían dado para hacerse una caseta con maderos y planchas que debió recolectar de aquí y acullá. Apostados tras unas rocas comenzamos a gritarle el nombre a coro: «¡Kalpatierra, Kalpatierra!», pero por el portón no aparecía nadie. Al rato se escuchó un ruido dentro de la caseta, y de nuevo el silencio. Fue Benautxe quien cogió al mismo tiempo la iniciativa y una piedra y la voló sobre el agua hasta impactar en el chamizo, a la voz de un «¡Kalpatierra!» con una «a» final muy alta y alargada. Enseguida cundió el ejemplo y pasamos gran parte de la tarde disparando guijarros, rocas y piedras con el fuego de nuestros brazos contra aquella estructura, que de vez en cuando devolvía un quejido metálico o un ahogo en madera.
Esto fue un jueves. El lunes ya todo el pueblo comentaba cómo al Kalpatierra lo encontraron bajo de la poza de Txeki, envuelto en su tabardo marrón oscuro, y cómo no bastaron apenas siete hombres para sacarle de allí, tanto era el peso que llevaba. Las mujeres jóvenes, ante la noticia, se preguntaban de qué habría vivido aquel hombre. Las viudas decían que de lo que le lanzaba el pueblo.

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Mateo Alonso Ferrera



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